ANÉCDOTAS DE MI PAPÁ: Un militar muy civil

febrero 23, 2023

En países como el nuestro, las fuerzas armadas tradicionalmente han gozado de mucho prestigio, autoridad y, sobre todo, poder. Fuera de los cuarteles, en sus respectivas comunidades, incluso los soldados rasos son prácticamente venerados por muchos de sus vecinos civiles. Esto hace que un buen número de uniformados, desafortunadamente, abusen de ese privilegio socio-cultural, sacando provecho personal, injusta y descaradamente.

Valga mencionar que yo estudié los 5 años del bachillerato en un internado castrense y, aunque era sólo un adolescente, pude experimentar en carne propia el trato deferente generalizado que recibe quien porta un uniforme militar.

Abro un paréntesis para decir que en todos estos años de dictadura narco-genocida venezolana, adicionalmente, los militares son percibidos por la ciudadanía como elementos abusivos, corruptos, dañinos, peligrosos. Algunos de ellos, de hecho, son capaces de cometer crímenes atroces contra sus conciudadanos.

Volviendo al relato, mi difunto padre – quien se retiró de su amada y otrora honorable Guardia Nacional con el grado de coronel – fuera de los cuarteles era el más civil de los civiles.

Cuando se encontraba fuera de servicio, procuraba vestirse de paisano lo más posible (con la excepción de eventos socio-familiares muy especiales, como su casamiento y los 15 años de su hija, claro está). Con los años entendí que, entre otras razones – como su seguridad personal, por ejemplo – lo hacía para no recibir trato preferencial en determinadas situaciones, tales como diligencias cotidianas.

Sus sólidos principios sobre no abusar de la investidura castrense nos fueron inculcados a sus hijos, huelga decirlo. Recuerdo bien cuando, siendo yo adolescente, me pidió que nunca me valiera de su condición de oficial de la GN para obtener beneficios, y me recalcó: «Si algún día, por voluntad propia, cometes alguna falta – incluso si amerita cárcel – no esperes que yo te salve. Como el hijo de un oficial de las fuerzas armadas que eres, yo espero que tú des el ejemplo».

Aprovecho para disculparme con él, a 20 años de su partida, por no haber sido el más ejemplar de los primogénitos de un militar. Y en relación a la cárcel, sí la visité una vez… pero sólo por un par de horas, por permanecer con mis amigos en un bar de mi localidad, hasta las 7 de la mañana, haciendo más bulla de la permitida.

Otra de las instrucciones expresas que me diera mi padre tenía que ver con los funcionarios policiales o militares corruptos: «Hijo, nunca le des dinero a un funcionario para que te exonere de una multa o lo que sea, ¡sobre todo a un Guardia Nacional!»

Aquí, me es preciso acotar que, sólo en tres oportunidades de toda mi existencia, tuve que decir a los funcionarios de turno (policías y Guardias Nacionales aeroportuarios) que mi progenitor era coronel de la GN, y lo hice porque en esas tres ocasiones fui acusado falsamente, e incluso sentí que mi seguridad personal estaba en peligro. Afortunadamente, decirlo me salvó de ser chantajeado y, muy posiblemente, lastimado.

En cuanto al arma de reglamento, por ejemplo, recuerdo que era práctica común entre militares «llevar encima la pistola», estuvieran o no uniformados. Pero, relativamente temprano en su vida castrense, mi papá decidió no andar armado en la calle. Uno, porque – como me explicaría mi mamá – él entendió que su personalidad temperamental y las armas eran una pésima combinación; dos, porque no le parecía necesario, sencillamente.

Sólo una vez, en todos mis años junto a mi padre, recuerdo haberlo visto poniéndose la pistola en el bolsillo, pero sólo como medida preventiva.

Yo tendría unos 6 años de edad. Vivíamos en una zona del Oeste de Caracas, originalmente concebida como una bonita urbanización de pequeños edificios residenciales, rodeados de eucaliptos, y con vista a unos verdes cerros, los cuales fueron convirtiéndose aceleradamente en áreas marginales.

Según me explicarían mis padres, algunos jóvenes habitantes de los cerros más cercanos, esporádicamente bajaban en grupo hasta nuestra urbanización, con el fin expreso de cometer fechorías.

El día que vi al entonces «teniente La Rosa» calzarse su revólver y salir a la calle, fue precisamente en una de esas inesperadas e indeseadas ocasiones. Afortunadamente, no hubo hechos que lamentar. Sólo alcanzo a recordar que algunos residentes de nuestro sector comenzaron a alertar, a gritos, sobre la inminente venida de un «grupo grande de gente del cerro».

Tras ordenarnos a nosotros que nos pusiéramos a buen resguardo dentro del apartamento, y pedirle a los vecinos que se metieran en sus casas, mi papá salió a la calle con su arma, y se ubicó en un buen punto de observación, detrás de un pequeño muro.
Al parecer, el grupo o se dispersó o se fue en otra dirección, ya que, por suerte, no se presentó en nuestra urbanización.

Los militares retirados tienen la potestad de uniformarse en ocasiones especiales, pero, tras su retiro, mi papá nunca más lució el uniforme. No porque no le gustara. Al contrario, siempre lo portó con mucho orgullo (y gallardía, hay que decirlo. felizmente conservo recuerdos fotográficos). Sencillamente, no lo creyó necesario.

Siempre admiré la entrega de mi papá a su profesión de soldado. No obstante, también valoré grandemente su decisión de dejar el uniforme y el arma sólo para los cuarteles; de ser un militar muy civil.


Carnavales de El Callao: ¡Tremenda aventura!

febrero 21, 2023

(Nota: Estimados Soleros de Japón, Venezuela y el mundo entero, este escrito mío es un «refrito» – como decimos en Venezuela – de febrero de 2008. El video se lo agregué en 2013).

A los 19 años – es decir hace 28 – cumplí un sueño de mi adolescencia: ir a unos carnavales de EL Callao, pueblo suroriental de mi país, Venezuela, famoso por sus minas de oro y sus vibrantes fiestas carnestolendas. De hecho, recuerdo que al momento de emprender el viaje, ciertamente me sentí como un explorador en busca de oro, con la diferencia de que mi anhelada mina dorada era el propio pueblo de El Callao, con el invaluable tesoro de su gente y su carnaval.

Ese viaje (que hoy en día bien podría entrar en a denominación de «etnoturismo», «turismo cultural», «turismo del folclor», etc.) ha sido una de las mejores aventuras de toda mi vida.

Y es que, como toda auténtica odisea, tuvo de todo: emociones, sorpresas, satisfacciones y, por supuesto, alguno que otro percance, el primero de los cuales, por cierto, se presentó cuando le pedí a mis padres apoyo financiero para mi peculiar plan vacacional.

Mi difunto padre, salvo las advertencias y los consejos de rigor, no se opuso. A pesar de haber sido «aquietado» por las obligaciones familiares y castrenses, tenía corazón de aventurero (para ser militar hay que tenerlo, en cierta forma ), por lo que se identificaba fácilmente con mis juveniles sueños de aventura.

Mi madre, en cambio, se negó a financiarme la carnavalesca excursión. Y no es que a ella no le gustara viajar y aventurar (el deseo de nosotros sus 3 hijos de conocer lugares distantes y sus culturas en parte se lo debemos a ella, promotora y organizadora de todos nuestros viajes familiares), sino que temía realmente por mi seguridad. Y su maternal preocupación era razonable. En esa época, el recorrido por tierra desde mi ciudad, San Antonio de Los Altos, hasta El Callao era de unas 18 horas, incluidos no pocos tramos peligrosos, algunos de los cuales yo tendría que transitar de noche. Adicionalmente, iría pidiendo aventón («pidiendo cola», en venezolano), para ahorrar dinero. Y, por si fuera poco, no tenía la menor idea de donde me alojaría. Pero, como es de suponerse, a mis 19  años y ante mi gran expectativa por la emocionante experiencia  (especialmente la tremenda fiesta) que me aguardaba, esos eran detallitos sin importancia.

Pero, al final la convencí. todavía recuerdo mis argumentos: «mamá, yo se que el problema no es financiero. No quieres darme el dinero porque temes que me pase algo malo, y te entiendo. Pero recuerda que pasé 5 años en un liceo militar, desde los 12 hasta los 17, bastante lejos de ustedes, teniendo que arreglármelas solo y, en vacaciones, a veces pasaba hasta dos meses sin verlos. Además, si yo tuviera el dinero, no necesitaría tu autorización para ir a El Callao o a cualquier otra parte». Me dio el dinero. Eso sí, humedecido con algunas lágrimas y acompañado de muchas bendiciones.

La odisea del mochilero

Por esas casualidades de la vida, la primera cola me la dieron mis inseparables amigos de parrandas, quienes, de hecho, días atrás me habían invitado a pasar esos carnavales en un pueblo costero del oriente venezolano. Yo estaba parado con mi dedo extendido, a la salida de San Antonio, y ellos iban pasando en una caravana como de 5 carros, rumbo a la playa.

Nos alegramos mutuamente por tan grande casualidad, ya que así podíamos compartir al menos 3 horas de camino. Tiempo durante el cual, por cierto, hicieron lo imposible por hacerme desistir de mi idea. Algunos, incluso intentaron emborracharme  dándome cervezas y otras bebidas, pero no lo lograron. Yo estaba resuelto a cumplir mi objetivo. Claro que mis amigos sabían de EL Callao y sus carnavales, pero no les atraía gran cosa por no ser un pueblo costero, fundamentalmente. Sobre todo mis amigos varones no entendían que yo prefiriera ir a un lugar sin playa, arena y mujeres en bikini, jajaja.

Quisiera hacer un paréntesis para decir que en esos años (no sé si ahora es igual) muchos jóvenes venezolanos teníamos la mala y peligrosa costumbre de consumir bebidas alcohólicas al conducir, lo que podía ponernos en situaciones de gran peligro.  Por ejemplo, el amigo que me dio aquel aventón para salir de San Antonio iba «alegre» por un par de cervezas que se había tomado, !y de pronto se puso a lanzar fuegos artificiales dentro de los túneles! Incluso, llegó a detonar uno justo cuando iba adelantando a un autobús… Tuve que advertirle duramente que me bajaría a la menor oportunidad, para que dejara de tomar y de hacer esas estupideces tan peligrosas. Esos instantes no fueron nada divertidos. Por el contrario fueron de mucha tensión para mí. Así que pido encarecidamente a los jóvenes que lean esto, que por favor no cometan las mismas imprudencias que nosotros cometimos; que no corran riesgos innecesarios.

Finalmente, la caravana llegó al punto donde yo debía bajarme. Mis amigos, se resignaron a dejarme proseguir mi camino, solo, no sin antes advertirme por enésima vez de lo que me iba a perder, y desearme mucha suerte, que según ellos necesitaría bastante por esa loca ocurrencia mía.

A partir de es momento, !me dieron unos 16 aventones! es decir cambié de vehículo 16 veces. Siempre particulares. Sólo un vez, para un desplazamiento interurbano, en Ciudad Bolívar tuve necesidad de usar transporte público, una buseta.

Lógicamente, me es imposible recordar los detalles de todos esos momentos, en  tantos carros distintos, con tantos conductores distintos. Sólo guardo algunos pocos recuerdos. Por ejemplo, el señor de cierta edad que cantaba canciones alegres para no dormirse; el conductor de una gandola gigantesca de la industria siderúrgica, a quien le saqué el dedo pulgar en plena autopista, por pura diversión, sin pensar que aquel monstruo de camión se detendría realmente para llevarme. Pero lo más interesante es que el tipo, al aproximarse a la entrada de la empresa, puso el camión en marcha lenta, y sin detenerse aprovechó para lavarse la cara, los brazos, el cuello y el torso con la ayuda de una toalla que humedecía en un recipiente de agua colocado al lado de su asiento.  El inmigrante español que me contó las venturas y desventuras de su familia durante la guerra civil española. Y el minero brasilero que me narraba sus peripecias en las minas de oro, hablando muy muy rápido, en portugués, creyendo que por mis frecuentes «mhum» yo le estaba entendiendo todo perfectamente.

Todos ellos y los muchos otros que no alcanzo a recordar, con las historias de su vida y las preguntas sobre la mía hicieron el viaje aun más interesante. Siempre les estaré sinceramente agradecido por su gentileza de llevarme y por su entretenida conversación.

Mi descubrimiento de El Callao 

Por fin llegué a El Callao, mi mina de oro. Era media mañana, y me sentía francamente cansado; tenía muchísimo sueño. Si a las horas en el camino propiamente, le sumamos el tiempo de espera entre cola y cola (a veces horas), pasé más de un día sin dormir. Así que mi prioridad máxima era conseguir alojamiento para dormir unas cuantas horas, «recargar las baterías» y estar como nuevo para esa primera noche de rumba de carnaval.

Pero había un pequeño problema:En El Callao las posadas ya estaban todas repletas; no quedaba ni siquiera una cama disponible para mí. Pero los atentos posaderos me aseguraron que en el pueblo contiguo, Guasipati, si conseguiría alojamiento. Ni modo. Me subí a uno de los autobuses que cubrían esa ruta y fui a buscar donde dormir.

En Guasipati encontré mi tan anhelado aposento. Pero no fue muy fácil que digamos. Era bastante mas modesto de lo yo tenía en mente; rudimentario, para ser mas exactos (y que conste que en ocasiones puedo llegar a extremos de faquir), pero el cansancio y mi deseo disfrutar aquellos carnavales me hicieron aceptarlo gustoso.

Recuerdo como si fuera ayer que la que la cama litera tenía tabla por jergón y una colchoneta delgadísima por colchón. Pero, esa mañana y las dos siguientes me acosté tan pero tan cansado y somnoliento, que para mi aquella «tabla» fue realmente como el lecho de un rey.

Pero eso no es todo. El baño quedaba considerablemente lejos del dormitorio (que consistía en un espacio dentro de la casa, convertido en pequeños cubículos hechos con tabiques muy delgados, por lo que a ratos parecía que la persona de al lado estuviera durmiendo en la misma cama con uno), y uno mismo tenía que cargar una cubeta de agua, aproximadamente 50 metros, hasta la letrina.

Permítanme aclarar que no es mi intención criticar – mucho menos ridiculizar – las condiciones de aquel alojamiento. Sus humildes y hospitalarios posaderos, dentro de sus posibilidades, sencillamente ofrecían una opción muy económica – y por lo tanto muy modesta -a quien la necesitase. Mi otra única opción era dormir en un banco en una plaza (aunque me parece recordar que todos estaban ocupados también), a la intemperie. Así que, gracias a ellos, al menos pude descansar debidamente durante el día, a buen resguardo, lo que me permitió disfrutar plenamente de la diversión carnestolenda nocturna.

La fiesta del carnaval

Durante los 3 días y las dos noches del Carnaval,es posible disfrutar todo tipo de actividades alusivas a tan colorida fiesta tradicional, literalmente de sol a sol. Generalmente, las diversiones matutinas y vespertinas están más orientadas a la familia en general; tienen un carácter más cultural, si se quiere. Entonces, pululan los niños con sus vistosos disfraces, y es común que en los desfiles las diversas comparsas incluyan, junto a sus emblemáticas madamas, atractivas bailarinas, temibles diablos y mediopintos, a los  pequeños, especialmente niñas, quienes, escoltadas por sus  más experimentadas compañeras, ya comienzan a responder hermosamente al estímulo del muy enérgico, alegre y contagioso calipso. Es el mágico y constante proceso de renovación de una tradición centenaria. Así ha sido – y será, Dios mediante – por muchas generaciones.

Posiblemente, muchos de aquellos niños que vi ya hace tantos años sean, actualmente, esmerados cultores y organizadores de sus carnavales. Los pequeños diablitos tal vez, hoy en día sean curtidos músicos de las agrupaciones de calipso o percusionistas de las comparsas o artesanos de máscaras o promotores culturales… las princesitas danzarinas tal vez hoy en día sean elegantes madamas o diosas del baile o cantantes o hacedoras de disfraces… o a lo mejor todos esos pequeñines que vi hace 28 años hoy en día sencillamente sean parte del público que con su permanente y valiosa presencia, año tras año,  contribuye a mantener viva esa maravillosa manifestación cultural.

La celebración nocturna es otra cosa. A partir de las 6 de la tarde, y a medida que avanza la noche, la atmósfera se torna más fiestera, más permisiva. Es el momento esperado por la gente grande para entregarse de lleno – «hasta que el cuerpo aguante» – al disfrute del calipso, que con su estimulante musicalidad puede incluso provocar en muchos asistentes el desborde de pasiones…

Como es de esperarse durante aquellas parrandas carnestolendas nocturnas había muchas personas tomando alcohol para «alegrarse» (yo mismo lo hice durante muchas veces en mi juventud, aunque debo decir que nunca me emborraché, por el peligro que suponía), pero en esa oportunidad !pasé esos tres días y dos noches tomando leche! Aunque Usted no lo crea… ni mi esposa, cuando se lo conté. Lo hice por dos razones: primera, un cuarto de leche pasteurizada era mucho más económico que una lata de cerveza, y me alimentaba más (después del maratónico viaje de ida, decidí que la vuelta sería cómodamente sentado en autobús expreso, y para poder costear el pasaje necesitaba ahorrar al máximo). Segunda, como estaba solo, entre gente que no conocía y muy lejos de mi casa, decidí que lo mejor era evitar el alcohol. Just in case… Además, aunque por muchos años bebí socialmente –  y moderadamente – para bien o para mal nunca he necesitado la bebida para disfrutar una fiesta a plenitud, sobre todo si hay baile del bueno, como en El Callao.

En mi opinión, el calipso, con su exótica esencia afro-caribeña, y con su ritmo cadencioso pero enérgico (a veces frenético), acentuado por los tambores bumbac, que provoca sugerentes movimientos de cadera (a veces lujuriosos), tiene la propiedad de llevar al bailador a un estado de elevación, de trance dancístico (al igual que la samba, por ejemplo), que puede prolongarse por mucho tiempo, especialmente al ser un género musical que puede bailarse mientras se camina.

De ahí que la comparsa sea el concepto que se utiliza tradicionalmente en los carnavales. Y los del El Callao tienen su sello particular. Especialmente en las noches, desde una calle que bordea la Plaza Mayor, van saliendo,  una  a una, las comparsas pertenecientes a las agrupaciones musicales más afamadas de El Callao y (frecuentemente también participan en el «desfile» bandas invitadas foráneas). Algunas de ellas, como The Same People, por ejemplo, han sido protagonistas de esos carnavales desde hace muchas décadas, por lo que se han convertido en verdaderos patrimonios culturales, no sólo de El Callao y la región guayanesa, sino del todo el país.

Durante su desplazamiento alrededor del pueblo, y hasta que se detienen en la esquina que les corresponde, las agrupaciones tocan en vivo. Pero, en lugar de ir montados en un un vehículo grande, los músicos van caminando, conectados a la planta eléctrica y los altoparlantes que a su vez son transportados en un muy peculiar e ingenioso «carrito», empujado por miembros de la comparsa especialmente designados para ello.

El grupo de disfraces y bailarinas desfila al frente del andamio rodante; los músicos (cantantes, cuatristas, bajistas, etc.) caminan bien sea adelante, atrás o a los lados del carro, y la batería de bumbacs y demás instrumentos de percusión va más atrás, generalmente confundida con la gente que se anima a acompañar a  la comparsa  bailando.

Comúnmente, los asistentes hacen todo el recorrido alrededor del pueblo con una comparsa, hasta su lugar de parada, y se regresan al punto de partida para acompañar a otra, y así sucesivamente. Cuando todas las agrupaciones están ya estacionadas en sus sitios determinados (ahora poniendo sus discos, para descansar) algunas personas se quedan todo el tiempo junto a la banda de su predilección, y otras hacen un periplo por todos los sectores, para disfrutar de la fiesta particular que se crea en torno a cada agrupación.

Así transcurrieron los 3 días y las 2 noches de aquel mi primer y único  Carnaval de El Callao (espero que no sea el último). Por eso no es exagerado decir que uno puede bien pasar todo el día bailando (con los obligados recesos por su puesto). En mi caso, los maratones de baile con las agrupaciones de calipso comenzaban como a las 7 de la noche y terminaban como a las 4 de la mañana.

A tantos años de aquella emocionante experiencia, lógicamente no puedo recordar claramente todos los detalles, sin embargo hay imágenes que perdurarán en mi por siempre: la embriagadora música del calipso; mares de gente entregándose al placer del baile en la mágica fiesta del Carnaval, especialmente muchas mujeres hermosas que cautivaban con su contoneo seductor; madamas, diablos, mediopintos, sensuales comparseras, músicos, bumbacs, niños y adultos disfrazados, en fin, todo un pueblo, gozoso, unido en el amor y la pasión por su rica tradición carnestolenda, orgulloso de tan hermosa herencia cultural, y dichoso por compartirla con legiones de felices y agradecidos visitantes como yo.

Mil gracias pueblo de El Callao, por permitirme cristalizar aquel sueño de mi adolescencia; por el oro que es tu maravillosa gente, tus bonitas costumbres y tu fantástica fiesta de carnaval.

(Descripción del video a continuación: Primero que nada, mil disculpas por la bandera de mi hija que está volteada. Me di cuenta editando el video, y no quise borrarlo porque ella trabajó muy duro ensayando, y al final estaba muy cansada. Por cierto, quien conoce un poquito de música sabe que la parte de mi hija imitando la trompeta es difícil. Además, pido perdón a los folcloristas, porque lo que toco en el Cuatro es de todo menos calipso jajaja. Pero lo más importante es que con esta modesta canción de mi autoría quiero expresar todo mi cariño, admiración y agradecimiento a la hermosa gente de El Callao (Estado Bolívar, Venezuela), por ofrendarnos unos carnavales tan fabulosos, que pude disfrutar «en cuerpo y alma» con 19 años de edad. Sueño con ir de nuevo, pero no «en cola», sino en un cómodo carro familiar, jajaja) con mis dos adoradas japonesas: mi esposa y mi hija. ¡Gracias por siempre mi gente!)

En cola hasta el Callao

I

Todavía me acuerdo de aquellos carnavales

Yo era un chamo de 20 y no estaba en mis cabales

Quería ir a Margarita, Choroní o Todasana

O meterme una rumba en el Puerto con los Panas

II

 Los panas me tenían tremenda invitación

Pero una idea loca por mi mente pasó

Las chamas me ofrecín tremendo vacilón

Pero vino el Callao a mi imaginación

«¿Negrito qué te pasa. Estás loco pana?, chao»

Se fueron a su playa, y yo en cola hasta el Callao

Madamas, colores, mediopintos, tambores…

III

Tu gente es tu oro, por eso yo te adoro

A tu plaza y tu río los quiero como míos

Tus Madamas hermosas, divinas como diosas

Aún siento tu calor, Callao eres lo mejor