ANÉCDOTAS DE MI PAPÁ: Un militar muy civil

En países como el nuestro, las fuerzas armadas tradicionalmente han gozado de mucho prestigio, autoridad y, sobre todo, poder. Fuera de los cuarteles, en sus respectivas comunidades, incluso los soldados rasos son prácticamente venerados por muchos de sus vecinos civiles. Esto hace que un buen número de uniformados, desafortunadamente, abusen de ese privilegio socio-cultural, sacando provecho personal, injusta y descaradamente.

Valga mencionar que yo estudié los 5 años del bachillerato en un internado castrense y, aunque era sólo un adolescente, pude experimentar en carne propia el trato deferente generalizado que recibe quien porta un uniforme militar.

Abro un paréntesis para decir que en todos estos años de dictadura narco-genocida venezolana, adicionalmente, los militares son percibidos por la ciudadanía como elementos abusivos, corruptos, dañinos, peligrosos. Algunos de ellos, de hecho, son capaces de cometer crímenes atroces contra sus conciudadanos.

Volviendo al relato, mi difunto padre – quien se retiró de su amada y otrora honorable Guardia Nacional con el grado de coronel – fuera de los cuarteles era el más civil de los civiles.

Cuando se encontraba fuera de servicio, procuraba vestirse de paisano lo más posible (con la excepción de eventos socio-familiares muy especiales, como su casamiento y los 15 años de su hija, claro está). Con los años entendí que, entre otras razones – como su seguridad personal, por ejemplo – lo hacía para no recibir trato preferencial en determinadas situaciones, tales como diligencias cotidianas.

Sus sólidos principios sobre no abusar de la investidura castrense nos fueron inculcados a sus hijos, huelga decirlo. Recuerdo bien cuando, siendo yo adolescente, me pidió que nunca me valiera de su condición de oficial de la GN para obtener beneficios, y me recalcó: «Si algún día, por voluntad propia, cometes alguna falta – incluso si amerita cárcel – no esperes que yo te salve. Como el hijo de un oficial de las fuerzas armadas que eres, yo espero que tú des el ejemplo».

Aprovecho para disculparme con él, a 20 años de su partida, por no haber sido el más ejemplar de los primogénitos de un militar. Y en relación a la cárcel, sí la visité una vez… pero sólo por un par de horas, por permanecer con mis amigos en un bar de mi localidad, hasta las 7 de la mañana, haciendo más bulla de la permitida.

Otra de las instrucciones expresas que me diera mi padre tenía que ver con los funcionarios policiales o militares corruptos: «Hijo, nunca le des dinero a un funcionario para que te exonere de una multa o lo que sea, ¡sobre todo a un Guardia Nacional!»

Aquí, me es preciso acotar que, sólo en tres oportunidades de toda mi existencia, tuve que decir a los funcionarios de turno (policías y Guardias Nacionales aeroportuarios) que mi progenitor era coronel de la GN, y lo hice porque en esas tres ocasiones fui acusado falsamente, e incluso sentí que mi seguridad personal estaba en peligro. Afortunadamente, decirlo me salvó de ser chantajeado y, muy posiblemente, lastimado.

En cuanto al arma de reglamento, por ejemplo, recuerdo que era práctica común entre militares «llevar encima la pistola», estuvieran o no uniformados. Pero, relativamente temprano en su vida castrense, mi papá decidió no andar armado en la calle. Uno, porque – como me explicaría mi mamá – él entendió que su personalidad temperamental y las armas eran una pésima combinación; dos, porque no le parecía necesario, sencillamente.

Sólo una vez, en todos mis años junto a mi padre, recuerdo haberlo visto poniéndose la pistola en el bolsillo, pero sólo como medida preventiva.

Yo tendría unos 6 años de edad. Vivíamos en una zona del Oeste de Caracas, originalmente concebida como una bonita urbanización de pequeños edificios residenciales, rodeados de eucaliptos, y con vista a unos verdes cerros, los cuales fueron convirtiéndose aceleradamente en áreas marginales.

Según me explicarían mis padres, algunos jóvenes habitantes de los cerros más cercanos, esporádicamente bajaban en grupo hasta nuestra urbanización, con el fin expreso de cometer fechorías.

El día que vi al entonces «teniente La Rosa» calzarse su revólver y salir a la calle, fue precisamente en una de esas inesperadas e indeseadas ocasiones. Afortunadamente, no hubo hechos que lamentar. Sólo alcanzo a recordar que algunos residentes de nuestro sector comenzaron a alertar, a gritos, sobre la inminente venida de un «grupo grande de gente del cerro».

Tras ordenarnos a nosotros que nos pusiéramos a buen resguardo dentro del apartamento, y pedirle a los vecinos que se metieran en sus casas, mi papá salió a la calle con su arma, y se ubicó en un buen punto de observación, detrás de un pequeño muro.
Al parecer, el grupo o se dispersó o se fue en otra dirección, ya que, por suerte, no se presentó en nuestra urbanización.

Los militares retirados tienen la potestad de uniformarse en ocasiones especiales, pero, tras su retiro, mi papá nunca más lució el uniforme. No porque no le gustara. Al contrario, siempre lo portó con mucho orgullo (y gallardía, hay que decirlo. felizmente conservo recuerdos fotográficos). Sencillamente, no lo creyó necesario.

Siempre admiré la entrega de mi papá a su profesión de soldado. No obstante, también valoré grandemente su decisión de dejar el uniforme y el arma sólo para los cuarteles; de ser un militar muy civil.

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