«Eterna juventud»

abril 19, 2021

Hoy, quiero anunciar un descubrimiento mío, tan sorprendente que estremecerá los cimientos de la civilización y revolucionará nuestra noción de la vida. Ustedes, afortunados lectores de SOL, tendrán la primicia. Decidí hacerlo público (la otra opción era patentarlo y hacerme multimillonario) en un acto de infinito desprendimiento, sólo comparable a mi grandiosa modestia, para que millones de seres humanos puedan beneficiarse de ello: ¡He descubierto el secreto de la «eterna juventud»!

Si está parado, siéntese; si está sentado, sujete el dispositivo con una sola mano, y con la otra agarre bien fuerte la silla, para que no se me caiga de la impresión. Aquí voy, a la una, a las dos y a la tres…

¡PÓNGASE EN MOVIMIENTO!

Todos conocemos perfectamente los beneficios de la actividad física para nuestra salud corporal y mental. «Mente sana en cuerpo sano».

Durante mis años de cuidador, llegué a conocer a no pocos ancianos japoneses que ostentaban una condición física bastante buena para su edad. Asimismo, recurrentemente veo a mi alrededor adultos muy mayores, sumamente activos. Valga decir que ya había observado ese hecho durante mi estadía de 4 años en China (2002 – 2006), donde era normal ver a ancianos ejercitándose en lugares públicos, ya sea en grupo o individualmente. Entre las actividades más populares se cuentan: aeróbicos, taichi (y otras artes marciales. llegué a ver a unos cuantos abuelos practicando una especie de kung fu con escoba, ¡mientras barrían! jajaja), bailes tradicionales, bailes contemporáneos (vals y ¡tango! Si vuelvo a ir, intentaré popularizar la Salsa…), ejercicios con aparatos, patinaje con ruedas y pare usted de contar.

En el caso de Japón, aparte de disciplinas individuales como ciclismo, trote y otras, las personas de la tercera edad tienden mayormente a formar clubes deportivos y de actividad física al aire libre, en general. Comúnmente se les ve practicando softbol, fútbol, tenis, bocha, croquet, senderismo y caminata, por ejemplo.

De hecho, decidí escribir este artículo debido a algunas experiencias que he tenido en Japón. En un hogar de ancianos conocí a una abuelita, casi en sus 90, que era una «maquinita de hacer oficios». Andaba en silla de ruedas, pero eso no le impedía ir de aquí para allá cual hormiguita, a todas horas, ayudando al personal en sus rutinas diarias; dándonos órdenes cual superiora, jajaja.

En otra oportunidad vi a una señora muy mayor – también rondando los 90 – montando bicicleta, y quien, al bajarse de la misma, tuvo que recurrir a un bastón porque caminaba con muchísima dificultad, sumamente encorvada.
Más recientemente, el mes pasado, jugué un poco al softbol con unos abuelos de mi comunidad, y, como suele ocurrir – las contadas veces que puedo hacerlo – me encontré con un par de beisbolistas «setentones» bastante más habilidosos que yo.

Si comparo esas experiencias con lo que vi desde niño en mi país, Venezuela (y en otros pocos países del mundo), podría concluir, sin temor a equivocarme, que los japoneses – y los asiáticos en general – son culturalmente muy propensos a mantenerse físicamente activos en la vejez.

Todo este rodeo «antropológico» es para que afiancemos ese conocimiento que ya todos tenemos: El movimiento, la actividad física regular es requisito sine qua non para disfrutar de una vejez con mayor salud corporal y, por ende, mental.

Ayudemos a nuestros viejitos a vivir una senectud activa, productiva, plena, feliz. Si están bajo nuestro cuidado directo, es para nuestro beneficio también, huelga decirlo.

Y pensemos también en nosotros mismos, por supuesto. Muy seguramente, todos quisiéramos llegar a viejos sintiéndonos «jóvenes eternos», enteritos, simpaticones, bailando Salsa, Merengue, Cumbia, Samba, Tango, Reguetón, y lo que nos pongan.


Mis Viejitos

noviembre 13, 2017

Voluntariado con los "viejitos", Tokio, Hachioji, 11/2012

«Mis viejitos» son todos esos maravillosos ancianos a quienes he tenido el inmenso privilegio de asistir, desde que me hice cuidador de adultos mayores, unos cinco años atrás.

Y, sí, son míos, porque a todos y cada uno les profeso un cariño muy profundo; los quiero con veneración. Y no puede ser de otra manera. Ellos han bregado mucho. En toda una vida, con sus aciertos y desaciertos, con sus defectos y virtudes, le han dado tanto a la humanidad, a los más jóvenes, a los menos viejos como yo.

Con algunos de mis viejitos he tenido una relación muy cercana, de familia. Y todos, sin excepción, por el mero hecho de ser objetos de mi ayuda, han sido, igualmente, fuente permanente de satisfacciones, incluida la gran fortuna de aprender de ellos a diario. A no pocos, también, he tenido que verlos languidecer hasta morir.

 Ahora, cuando se acercan al final de su largo camino, «andando» muy despacio, con dificultad, necesitan nuestros cuidados. Se lo merecen; se han ganado con creces el derecho a que se les cuide con devoción.

En la calidez de esos viejos, en su mirada serena, en sus arrugas, en su pelo blanco, en sus achaques, y en sus rabietas, veo a los padres de mis padres (ya fallecidos hace tiempo), y quisiera poder devolverle a ellos todo el cariño que recibí de mis abuelos amorosos, consentidores y regañones. Uno, porque me nace, dos, porque lo considero mi deber.

Aprovecho para informar a mis muy amables lectores en todo el mundo, que «Mis viejitos» es un proyecto donde me voy a permitir escribir de todo. Claro, siempre relacionado con los ancianos que he tenido a mi cargo en los últimos 5 años, como digo al principio. Es decir, así como les contaré anécdotas de muchos de ellos (siempre apegándome a las normas de privacidad, protección de identidad, etc.), también escribiré sobre asuntos concernientes al trabajo en sí: mis opiniones sobre la profesión en general, y sobre situaciones laborales específicas que se me hayan presentado durante mi lustro como ayudantes de adultos mayores. De hecho, se me ocurre en este momento que va a ser un recuento, una especie de diario, pero escrito en retrospectiva, y sin orden lógico ni cronológico. Y siempre tratando de que el centro del texto sean mis viejitos.

Voluntariado con los "viejitos" de Hino, Tokio, 2008

Así que, ¿qué tal si entramos en materia y comenzamos con una anécdota de una abuelita?

La Señora «Lucerito mañanero»

Mi primer trabajo en un hogar de ancianos japonés no fue como cuidador propiamente, sino como obrero de limpieza. Pero, del por qué tuvo que ser así, les contaré más adelante.

Para ese entonces, de cualquier manera, ya yo había obtenido la licencia japonesa  de cuidador de adultos mayores (previa aprobación del curso correspondiente), así que los directivos de aquel centro me permitieron entrar a las habitaciones de los ancianos, a hacer la limpieza, desde el mismo primer día, prácticamente.

En mi condición de aseador, al entrar en los cuartos, el único contacto posible que podía tener yo con las personas internadas, era el saludo de rigor y cualquier otra expresión respetuosa, como «permiso para entrar » y «voy a proceder con la limpieza», por ejemplo.

Desde el comienzo, siempre que entraba a alguna habitación (dependiendo del piso, estaban ocupadas por pacientes terminales o por aquellos que aun se valían por sí mismos), procuraba, al saludar, conferirle a las pocas palabras que podía decir mucha calidez. Repito, era el único contacto posible que podía tener con esas personas, así que me propuse aprovecharlo al máximo. De hecho,  si no había cuidadores alrededor mientras yo vaciaba la papelera correspondiente a un paciente en particular, me permitía acercarme lo más posible a la cama de éste, para saludarlo individualmente, de manera más personalizada, con el doble propósito de transmitirle mi aprecio y mi respeto, y observar de cerca su reacción a mis palabras, todo lo cual, de paso, me permitía irlos conociendo a todos, gradualmente. Eso, a sabiendas de que algunos tal vez ya no podían escucharme, pero con la esperanza de que sí lo hicieran.

Es así como, a la semana de haber comenzado a trabajar, tuve que recoger la basura en un cuarto compartido por tres personas ya en fase terminal, una de las cuales era una señora de entre noventa y cien años de edad. Ya la había visto anteriormente, días atrás, postrada en su cama, inmóvil, con los ojos cerrados.

Esa mañana en particular, la situación era propicia para hablarle muy de cerca, al tiempo que limpiaba un poco alrededor de la cama, en espera de alguna reacción suya. Lo que ocurrió aún me emociona, ahora que lo cuento, cinco años después.

Los ojos de aquella ancianita, que inicialmente me había dado la impresión de estar en estado vegetal, comenzaron a abrirse lentamente, con dificultad. Entre sorprendido y contento, aminoré un poco el ritmo de la limpieza y volví a saludarla nuevamente, agregando esta vez mi nombre y mi ocupación, con lo cual la señora abrió los ojos completamente.

La imagen de los ojos de aquella viejita, plenamente abiertos, ha sido uno de los obsequios más hermosos que me hayan dado en todos estos años al servicio de los ancianos. Además de la lógica emoción que me produjo el saber que esa era una reacción directa a mis palabras – o solamente a mi voz, quizás – ¡aquel par de ojitos realmente brillaban! como llenos de estrellas y luceros; alegres; embelleciendo aquel rostro antes inexpresivo; como queriendo expresar algo amable.

Huelga decir que esa experiencia fue en extremo grata y estimulante para mí. Me alegró la mañana y también la existencia. Pero, aquello no quedo ahí. Mi comunicación con aquella entrañable viejita se prolongó e intensificó por varios meses. Al poco tiempo, comenzó a reconocer mi voz, y, al saludarla, ya no solo me regalaba el fulgor de su mirada, también esbozaba una sonrisa y emitía un sonido que, aunque tosco y casi imperceptible, era como una música dulce en mis oídos.

A los pocos meses, y ya próximo a terminar mi trabajo en esa institución, cambió mi rutina semanal, me asignaron otros pisos, así que no tuve oportunidad de ver a aquella buena amiga otra vez. Pero de tanto en tanto la recuerdo, y le agradezco sinceramente por su bondad y su amistad, también por mis ojos humedecidos de nostalgia mientras escribo esto, así como por iluminar mis días con sus ojitos brillantes, por ser mi lucerito mañanero.

La Señora «maquinita de hacer oficios»

Hay abuelitos ochentones, noventones y hasta mayores, quienes, a pesar de las limitaciones físicas que les impone tan avanzada edad, procuran estar siempre activos; buscando algo que hacer. Ya sea por que saben, instintivamente, que la actividad es buena para su  salud mental y corporal, o porque quieren sentirse útiles.

Una señora que conocí en el hogar donde trabajé como obrero de limpieza era la viva representación de esos viejitos que están siempre en movimiento. Tenía más de ochenta años, andaba en silla de ruedas, y poseía una energía envidiable.

Dependiendo del día de la semana, me tocaba encargarme de un área específica del centro. A los pocos días de mi ingreso, en una oportunidad en la que me correspondía limpiar el comedor de uno de los pisos, me llamó la atención la presencia de una señora en silla de ruedas quien, en teoría, no debía estar ahí a esa hora, y quien, sencillamente, parecía estar buscando algo.

Aunque me sorprendió encontrarla en el comedor a la hora de la siesta matutina, no le di mayor importancia – hay ancianos que deambulan rutinariamente por los hogares, para hacer ejercicio o para distraerse –  y tras darle los buenos días y preguntarle si todo estaba bien, proseguí con mis labores. Pero, al cabo de un rato, la señora comenzó a mover unas cestas grandes con utensilios de cocina, de un lugar a otro. Como yo no sabía por qué hacía eso, y vi , además, que era más o menos peligroso para ella, corrí a su lado a preguntarle qué quería hacer, si necesitaba mi ayuda. Visiblemente molesta por mi repentina inquisición, me soltó un chorro de palabras ásperas (que yo no conocía, pero cuyo significado entendí clarito: «¡déjeme tranquila y váyase»!), y continuó con su accionar.

Evalué la situación, rápidamente,  y decidí ir a la recepción de ese piso a reportar lo que hacía aquella viejita inquieta y cascarrabias. La cuidadora de ancianos que se encontraba de guardia me acompañó a ver lo que ocurría, y, al ver quién era la susodicha, me dijo, «¡me lo imaginaba! Tranquilo, no se preocupe. Esa señora, casi siempre viene a esta hora a ayudarnos a ordenar un poco».

En lo sucesivo, llegamos a coincidir en el comedor dos o tres veces por semana, por varios meses, lo que nos llevó a desarrollar una relación amistosa, podría decirse. Aunque, sería más acertado decir que aquel intercambio era, más bien, «laboral». Sí, tal  cual. Y ya pueden imaginarse quien daba las órdenes…

Tras el primer incidente, entendí que la señora lo que hacía, fundamentalmente,  era ayudar al personal de cocina a recoger algunos utensilios. Asimismo, le daba una mano al personal de limpieza (o sea, a mí) arreglando el comedor. Ella conocía a la perfección la rutina de los cocineros, al finalizar el desayuno,  así que sencillamente colaboraba  con ellos agilizándoles el proceso. También sabía de memoria la organización del comedor; dónde se guardaba cada cosa. Por lo que se daba a la tarea de ponerlas nuevamente en el lugar correcto. Para poder cumplir con sus tareas, la laboriosa abuela agarraba los objetos (algunos algo pesados y grandes para ella), y los cargaba en su regazo para trasladarlos de un lugar a otro. Eso significaba que tenía que sujetarlos con una mano, y hacer girar la rueda de su silla con la otra. Admirable , en verdad.

Por si fuera poco, mi amiga y superiora ¡era perfeccionista! Entonces, mientras yo coleteaba o barría el piso, la muy meticulosa anciana me pedía por favor que moviera cosas muy pesadas para ella – una mesa, el televisor, por ejemplo – unos milímetros más, a la posición exacta. O, también, me pedía que removiera manchas imperceptibles, de aquí y de allá , que sólo ella alcanzaba a ver.

Pero no todo era trabajo entre nosotros dos. Cuando, en medio de nuestros respectivos quehaceres, nos aproximábamos el uno al otro, aprovechábamos para conversar un poquito. Debo acotar que, para ese entonces, mi japonés era más que elemental (la razón principal por la que no pude comenzar a trabajar como cuidador de ancianos directamente después de haber culminado mi curso), así que mi intercambio de palabras con aquella afanosa abuela – y con todos mis interlocutores japoneses – era también muy básico, forzosamente. Aunque, eso no me impidió disfrutar mis conversaciones con ella; al contrario, se convirtieron en parte obligada de nuestras labores del comedor. Desde aquellos primeros encuentros, donde ella me pareció regañona y mandona, y yo a ella, fastidioso, seguramente, nos convertimos en buenos «compañeros de trabajo»; llegué a sentir real aprecio por aquella viejita enérgica y colaboradora, a la recordaré siempre, como la hormiguita obrera del hogar de ancianos, como una maquinita de hacer oficios.

Licencia japonesa de asistente de ancianos

Obtener mi licencia para cuidar ancianos no fue tarea fácil. Principalmente, por mi bajo nivel de japonés de aquel entonces. Pero, tras tomar la decisión de que esa era la nueva profesión que quería para mí, yo estaba muy determinado a obtener el título.

En mi búsqueda de posibles lugares de estudio, conseguí un centro de capacitación gubernamental, donde subsidian la mitad del costo del curso. Pero, el mismo día que fui a inscribirme, el funcionario que me atendió me dijo, muy educadamente, que tenía que mejorar mi japonés para poder recibir el entrenamiento. «Vaya a estudiar otro poquito y vuelva por aquí», me recomendó. En mi japonés «tarzaneado» – como lo hablaría Tarzán, el Rey de la Selva,  si en lugar de inglés balbuceara la lengua nipona – le argumenté que la mejor forma de subir el nivel era trabajando, por la necesidad imperiosa que tendría de comunicarme. Como buen traductor profesional, interpreté simultánea y rápidamente la sonrisa que esbozó aquel amable y paciente funcionario: «Como le dije antes, aprenda más japonés y será bienvenido por aquí. Sayonara«.

En mi determinación de hacer el curso, pensé que si probaba en una escuela privada tendría mejor suerte. Así que continué mi búsqueda frenética en internet.

«El que busca encuentra». Muy cierto. Pero creo el factor «suerte» – llamémoslo así para no entrar en detalles – también aparece por ahí de vez en cuando. No pocas veces en mi vida me ha sucedido que, cuando deseo algo con vehemencia, aparece en el camino una señal que me conduce más fácilmente al destino, al objetivo. Pero, ¿será eso suerte en verdad?, ¿o será más bien lo que propone el escritor brasileño Paulo Cohelo:  «Cuando quieres realmente una cosa, todo el universo conspira para ayudarte a cumplir tu deseo»? Si coincidimos con este «gurú» del crecimiento personal, entonces estaríamos aceptando que existe una  «Entidad Superior», una «Energía Creadora», un Dios, que sería arte y parte de nuestra vida. Pero ese es un tema para otro escrito.

Volviendo al cuento, en mí búsqueda en la Red de redes, conseguí una escuela que, interesada en captar candidatos filipinos (bastante cotizados en tierras niponas, en estos días,  por ser personas muy cálidas en su tratamiento a los ancianos), ofrecía resúmenes impresos en inglés de todas las clases del curso, lo cual, como es lógico, me entusiasmó a intentar con ellos, «más rápido que inmediatamente», como decimos en Venezuela. Aunado a eso, cuando hice el contacto para pedir más detalles, resultó que el jefe administrativo hablaba muy bien inglés ¡y hasta un poquito de español!

¿Suerte, conspiración universal? Lo cierto es que fui a mi entrevista, muy contento y esperanzado, como pueden imaginarse. Debo acotar que esa entrevista fue el primero de muchos filtros que tuve que pasar para, en mi condición de extranjero, (primer latino que aspiraba estudiar en ese instituto, por ejemplo), tener la posibilidad de realizar la muy delicada tarea de velar por los ancianos japoneses. Y créanme que el gobierno nipón, mediante sus instituciones geriátricas y la sociedad, en pleno, son muy celosos cuando se trata de cuidar a sus adultos mayores. Sin embargo, también es cierto que hay individuos – y hasta establecimientos – que, por el contario, tratan a los viejitos de forma indebida. Pero, son excepciones que confirman la regla. Ese es un punto muy importante, sobre el cual les hablaré más adelante.

Aun no les he contado que, antes de decidirme a ser cuidador de ancianos, ya había ido a cantar (siempre acompañado de mi cuatro. También aprovecho para acotar que soy un cantante amateur, y que «canto por que me gusta, no por que sepa cantar». ¿Conocen al propietario de esas palabras? El filósofo-trovador Facundo Cabral) como voluntario a diversos centros geriátricos. Valga decir, que esas fueron experiencias recreativas sumamente estimulantes y enriquecedoras, que influyeron considerablemente en mi decisión de trabajar directamente con  ancianos. De hecho, ese fue unos de mis más convincentes argumentos (fotos en mano) que esgrimí, cuando, durante aquella primera y crucial entrevista, me preguntaron por qué quería dedicarme al cuidado de adultos mayores.

También les dije algo que preparé a conciencia, relacionado con la aceptación de los filipinos como cuidadores, a sabiendas de que me haría ganar algunos puntos: «la cultura filipina y la venezolana son muy parecidas en lo que respecta al trato que le damos a nuestros ancianos. Los venezolanos y latinoamericanos en general, somos por naturaleza querendones. Además venimos de familias muy numerosas en las que, desde que nacemos, estamos en contacto con nuestros abuelos y demás viejitos del entorno familiar; por largos años disfrutamos de su compañía, y, en consecuencia, crecemos aprendiendo a quererlos y a respetarlos mucho».

Abro un paréntesis para destacar que ese modo de ser querendón nuestro me ha servido mucho, en estos cinco años, para ganarme el cariño y la confianza de la mayoría de los abuelitos que he tenido la fortuna de cuidar.

Felizmente, ¡pasé la entrevista! (conducida casi toda en inglés, por el subdirector y jefe administrativo, por cierto), una alcabala menos en mi odisea para llegar a ser cuidador de ancianos. Pero, tenía por delante pruebas aun más duras. Aunque, debo destacar que, más allá del dominio del idioma (él 90 % de los ayudantes de ancianos en Japón son los propios nacionales), el objetivo primordial de esas entrevistas es constatar que el entrevistado tenga las motivaciones laborales correctas y las cualidades humanas necesarias para desempeñarse en la profesión.

Como menciono más arriba, esa escuela en particular, en su estrategia de captación de alumnos, ofrece un entorno amigable para filipinos y extranjeros en general que hablen inglés. Definitivamente, esa fue la diferencia para que yo lograra obtener mi licencia. Pero, insisto, aun así pasé mucho trabajo con el japonés.

Si bien los resúmenes en inglés me eran de gran ayuda, porque me permitían entender los puntos básicos de cada clase (además, yo después ahondaba en los temas tratados buscando por mi cuenta material en Internet, tanto en inglés como en español), mi precario japonés me hacía cuesta arriba la comprensión y la expresión, vitales en una dinámica de aprendizaje altamente participativa.

Me da pena admitir, por ejemplo, que, a veces, aun conociendo el tema central de una clase en particular, pasaba larguísimo rato sin entender absolutamente nada al profesor de turno, lo cual, como es lógico, me generaba mucha angustia y estrés. Uno, porque me considero una persona responsable, y no podía evitar sentir que estaba siendo deshonesto, engañando al instructor, a mis compañeros de clase y a mi mismo. Dos, porque desde el primer día de clases entendí que no iba a poder sacarle al curso todo el provecho  deseado –  y necesario. Tres, sentía muchísima vergüenza cuando el profesor me  interrogaba y yo no entendía. En esos casos, me limitaba a responder, «sensei, gomen’nasai, shitsumon  ga wakarimasendeshita, mo i kai yukkuri oshiete kudasai» (Perdón, profesor, no entendí la pregunta, hágamela una vez más, despacio, por favor).

Algunos profesores se tomaban la molestia de reformularme la pregunta, utilizando expresiones muy básicas,  de forma que yo pudiera entenderla – incluso usando un poco de inglés – y otros sencillamente me decían, «Está bien, no importa, siga intentando, ánimo». Valga decir que, aunque había unos más preguntones que otros, al final, todos estaban al tanto de mi situación y se mostraban muy corteses y solidarios conmigo.

Las primeras clases fueron un martirio, realmente. Así que concebí un plan para, al menos, atenuar mi sufrimiento, y demostrarle a todos que realmente estaba dispuesto a esforzarme y aprender. Le pedí al subdirector (que me hizo la entrevista en inglés)  que por favor me entregara el resumen de la clase, no el mismo día sino una semana antes (mi curso era semanal, sólo los sábados). Entonces, sinopsis en mano, me daba a la tarea de investigar más por mi cuenta. Una vez empapado del tema, sintetizaba las ideas centrales y las traducía al japonés con la ayuda de los muchos traductores automáticos disponibles en la Red. Seguidamente, construía varias oraciones cortas y gramaticalmente sencillas, fáciles de manejar, que usaba luego en las clases cuando me tocaba participar. ¡Y hasta llegué al punto de ofrecerme voluntariamente a responder algunas preguntas!

Voy a hacer un alto en este segmento sobre cómo obtuve la licencia de cuidador de ancianos (más adelante, lo retomo. A juzgar por las frecuentes vistas que está teniendo esta entrada en particular, creo que, tal vez, ha sido de utilidad para algunos hermanos latinos interesados en esa gratificante profesión), para informarles que, después de 5 años de haberme licenciado y de haberme dedicado por entero a cuidar a mis viejitos, el pasado sábado 9 de diciembre, cerré ese capítulo de mi vida. ¿Sorprendidos? No es para menos. Les cuento.

Fin de un ciclo

Como dice la canción, «Todo tiene su final…» (Willie Colón y Héctor Lavoe).  Claro, también es cierto que yo mismo me veía pasando más años en esa ocupación; el resto de mi vida laboralmente activa, incluso. Uno, por lo gratificante que puede llegar a ser, dos, por lo mucho que me costó obtener el certificado. Pero, así es la vida, compañeros. ¿Cierto?

No resulta sencillo explicarles las razones que me llevaron a tomar tal decisión. Es una combinación de varios factores. Pero, voy a intentarlo.

Posiblemente, el motivo más importante haya sido, al menos en mi caso particular, las «diferencias culturales» y, más específicamente, las que se dan en el entorno laboral. Esos contrastes interculturales pueden llegar a ser tan marcados, que impiden seriamente la interacción armoniosa con algunos de nuestros colegas.

Es bien sabido que la cultura nipona, a diferencia de las occidentales – incluida la latina – por ejemplo, se sustenta en una estructura social bastante rígida, donde las relaciones personales se desarrollan en un plano muy vertical. La diferencia «jerárquica» entre los individuos en posición de autoridad y de subordinación es, en general, muy grande. Ya sea dentro de la familia, entre padres e hijos, o en el trabajo, entre superiores  y subalternos. Tanto el control de los de «arriba» como la obediencia de los de «abajo» son fuertes. Y esto lo digo sin intenciones de asomar alguna valoración negativa de esa característica de la sociedad japonesa. Porque, si bien es cierto que cuando llegué a Japón, ese aspecto de esta cultura me parecía «malo» per se, con el tiempo entendí que es sencillamente parte de su idiosincrasia. Más aún, a ellos pareciera funcionarle.

El problema se presenta cuando se encuentran dos culturas tan distintas. En muchos casos se produce un «choque intercultural», realmente. Y si a eso le sumamos que yo salí medio contestón, ahí  tenemos parte de la explicación a mis frecuentes encontronazos verbales con mis superiores. Debería decir más bien «superioras», porque en estos 5 años 90% de mis colegas fueron mujeres. Aunado a esto, mi nivel de japonés es apenas intermedio, y también es muy instrumental, es decir, sólo me permite comunicarme eficientemente en un contexto laboral. En todo este tiempo, como es de suponerse, he aprendido el vocabulario propio de mi profesión, casi en su totalidad, lo que, sumado al conocimiento práctico de mis tareas diarias, me posibilita expresarme y desempeñarme con efectividad en situaciones de trabajo. La dificultad  está en sostener conversaciones más profundas – sobre la salud, la familia, la vida, etc. – como las que quisiera mantener con algunos ancianos y colegas, o como las que necesito tener cuando surgen las acaloradas discusiones con mis superiores. Esas carencias en el idioma japonés, tanto para la comprensión como para la expresión, sobre todo en alguien tan comunicativo como yo, pueden llegar a ser muy frustrantes; pueden llegar a cansar mucho.

Mi actitud, si se quiere contestataria, en el trabajo – sobre todo en respuesta a tratos que considero injustos  e irrespetuosos- tal vez sea un rasgo de familia, o algo que desarrollé por mi cuenta, o una combinación de ambas cosas. Lo cierto es que a los 12 años de edad, ingresé a un internado militar ubicado a 8 horas de mi casa. Allí pasé todos los 5 años de la secundaria. Como es lógico, me reunía con mis padres y mis dos hermanos solamente los fines de semana. Estando tan lejos de mis progenitores, no podía esperar que éstos me defendieran del trato abusivo de algunos alumnos superiores, o del acoso de uno que otro compañero de curso. Tenía que arreglármelas sólo. Recuerdo, entre tantos consejos útiles que me dieron mis padres al entrar al liceo militar, algo que me dijo mi papá, el «coronel La Rosa» (desde su propia experiencia como oficial de las fuerzas armadas de mi país y como subalterno rebelde y respondón), que me marcó de por vida: «Hijo, en las fuerzas armadas el principio de la obediencia es fundamental. Acata las órdenes que te den tus superiores, siempre y cuando sean dadas dentro de las normas establecidas. Nunca toleres abusos ni injusticias de nadie».

Al final, durante estos 5 años cuidando a mis viejitos, lo que pasó es que me cansé  de «pelear» con superiores molestosos y abusadores, o con aquellos negligentes  e irrespetuosos con los ancianos. Aunque es preciso decir que, así como hay cuidadores mediocres – humana y profesionalmente – que no merecen el título, los conseguí, también, excelentes, ejemplares, los cuales, por cierto, felizmente son mayoría. Con algunos de ellos tuve relaciones muy cordiales, incluso de amistad; de ellos aprendí mucho; a ellos les estaré siempre sinceramente agradecido.

Imagino que si yo fuera más joven (ahora tengo 51), dispondría de mayores reservas energéticas – ¡y tiempo! – para prolongar esta cruzada personal contra el hostigamiento laboral en mis lugares de trabajo, así como contra el trato negligente y ofensivo hacia los ancianos, por parte de algunos cuidadores.

No puedo asegurar que cortaré drásticamente con esta bonita profesión que me ha deparado, igualmente, tantas pero tantas cosas buenas. Pero, a mi edad, de lo que sí estoy muy seguro es de no querer gastar más mi energía y mi tiempo tan preciados, peleándome con mis victimarios en el trabajo. En lo adelante, aun a sabiendas de que los conflictos interpersonales son parte de la existencia, estoy determinado a pasar los años que me queden de vida realizando actividades laborales más llevaderas, que me permitan minimizar al máximo la aparición de conflictos interpersonales. Creo haber dedicado buena parte de mi vida a una causa noble, velar por los ancianos. Fue una etapa de ejercicio espiritual que necesitaba urgentemente. Y, aunque espero seguir teniendo en el futuro oportunidades de entrenar y fortalecer a mi flacuchenta espiritualidad, también necesito retomar mi crecimiento intelectual y cultural. Escribir asiduamente sobre mis viejitos es un buen comienzo, ¿no les parece?

De hecho, este proyecto bloguero, «Mis viejitos», fue la solución a un gran dilema existencial que se me presentó en estos últimos meses cuidando ancianos: «Es cierto que ya ‘llegué al llegadero‘, que cuando voy a trabajar en las mañanas me siento sin fuerzas, sin aire. No puedo más. Me niego a seguir peleando todos los días. Pero, ¿cómo voy a dejar esta profesión que me costó tanto esfuerzo y sacrificio; que me ha dado tantas satisfacciones y beneficios en lo personal y en lo profesional? ¿Y qué pasará con mis viejitos?».

Bueno, precisamente, gracias al tiempo que pasé cuidando a esos maravillosos abuelos, ahora puedo sentarme a escribir sobre mi increíble experiencia. Sí, pero también sobre ellos y por ellos. Esa será mi forma de seguir contribuyendo con su bienestar y, del mismo modo, agradecer a tan noble profesión, a los colegas aliados que conseguí en el camino  y, por encima de todo y de todos, a mis queridos viejitos, por toda la felicidad de estos cinco años inolvidables.

La Señora «que me hablaba sin hablar»  

En lo sucesivo, para ahorrar tiempo y espacio, al centro de reposo de ancianos donde trabajé como aseador lo denominaré «la Gran Estructura», por sus grandes dimensiones.

Entre la decena de ancianos de dicho centro que se encontraban postrados en cama, prácticamente en situación terminal, había una señora de unos 90 años que me llamó la atención desde el primer día que la vi. Estaba acostada boca arriba, con su boca completamente abierta, todo el tiempo. También sus ojos los mantenía permanentemente abiertos, pero con la mirada fija, clavada en un punto en el techo. Aparte de esos dos signos de vitalidad, sin embargo, parecía del todo aislada de su entorno; incapaz de percibir ni responder cualquier estímulo, incluido el sonido de mi voz.

Debo confesar que mi primera impresión de la anciana fue algo perturbadora. Uno, por su aspecto, dos, por su estado inerte. Pero, precisamente, esas son las situaciones donde más nos afloran la compasión y el instinto protector. ¿No es así? Por lo tanto, no permití que su condición me desalentara. Al contario, con la esperanza de que al menos pudiera oírme, siempre que tenía que limpiar alrededor de su cama, aprovechaba para hablarle los más posible. Hasta que un día pasó lo impensable…

Me acerqué a su cama, y me puse a hablarle como de costumbre, sin esperar respuesta. ¡Pero esta vez sí la hubo!  Aquella ancianita que parecía inconsciente, de pronto comenzó a emitir sonidos guturales en obvia respuesta a mi voz; como queriendo decirme algo. Adicionalmente, giró su cara hacia mí, buscándome con sus ojos, ahora expresivos, interrogadores.

No hace falta decir lo gratificante que fue para mí aquella sorpresiva reacción de la anciana. De ahí en adelante, en nuestros breves encuentros, siempre «conversábamos» un poco. Resultaba muy emocionante para mí poder hablarle, oír su voz – más bien gemidos roncos- en contacto con su mirada.

Un día la encontré acostada de medio lado, con la cara hacia la entrada de la habitación. Noté que una de sus manos sobresalía un poco entre la baranda de su cama. No pude evitar la tentación de acariciársela, muy levemente (No debí hacerlo. Mi trabajo era de aseador,  no de cuidador), y su reacción fue mover su mano un poco más hacia mí, como en sentido de aprobación.

En otra oportunidad, al momento de saludarla y tocar su mano (sí, volví a incurrir en falta), respondió de manera inusual, moviendo sus manos y su cabeza agitadamente. Si bien tan inusitada respuesta duró sólo unos pocos segundos, temí que le estuviera ocurriendo algo malo. Pero, tras calmarse y volver a su acostumbrada serenidad, entendí que, tal vez, sólo quiso expresar alguna emoción grata.

Querida abuelita, para Usted, mi agradecimiento emocionado y eterno, por nuestras brevísimas, pero gratísimas «conversaciones», por lo mucho que me habló sin hablar.

Licencia japonesa (2da parte)

Les estaba contando sobre lo duro que fue para mi el comienzo del curso de cuidador de ancianos, por mi bajo nivel de japonés, y les explicaba el sistema de estudios que ideé para resolver el problema.

Pero, antes de proseguir, permítanme destacar algo que me parece importante. Al plasmar aquí mi pensar y sentir sobre lo difícil que se me hizo el curso, no lo hago a modo de queja lastimera, sino para aportar datos a los lectores; información que puede ser relevante o incluso útil para otras personas, sobre todo para aquellas que pudieran estar interesadas en obtener el certificado de ayudantes de adultos mayores. Situaciones difíciles, como las de esa capacitación, son más bien retos que nos obligan a actuar en la búsqueda de soluciones para la concreción de los objetivos; son oportunidades que se nos presentan en la vida de aprender y avanzar.

A pesar de que logré nivelarme un poco más en el curso y, en consecuencia, sacarle más provecho a las clases, la falta del idioma de vez en cuando seguía poniéndome en situaciones muy embarazosas.

Pero, felizmente, concluyó la fase teórica (¡viva, bravo hurra, sí! ), y dimos inicio al componente práctico del curso, durante el cual, aunque todavía tuve que lidiar con muchas instrucciones verbales y evaluaciones escritas diarias ( pero a mí me permitían utilizar únicamente hiragana y katakana, y las instructoras, siempre muy atentas y esmeradas, se tomaban unos minutos aparte conmigo para explicarme bien las preguntas), las fotos de los manuales y las explicaciones prácticas de las tareas me facilitaban enormemente  la comprensión de la materia estudiada. Adicionalmente, yo mantuve mis consultas en Internet, y, al tratarse de lecciones que enseñaban los procedimientos de las diversas actividades que conforman la asistencia a los ancianos (aseo personal, cambio de ropa, traslados, etc.), resultaba mucho más sencillo aprender viendo las imágenes.

Para mayor fortuna mía, las últimas 2 fechas del curso fueron dedicadas exclusivamente a la parte recreativa (juegos, deportes, música), así que pude relajarme  y disfrutar bastante.

No sé si en todas las escuelas la parte de la recreación es dejada para el final, lo cierto es que yo, en aquellas divertidas sesiones, me sentía en mi elemento, como «pez en el agua». Y mientras cantaba o bailaba, jubiloso y risueño, para la clase, pensaba para mis adentros, íntimamente, agradecido con la escuela, con la vida, con la Energía Creadora: «Este es ‘el broche de oro’, el final perfecto, merecido, para mi esfuerzo. ¡Lo hice!».

La señora «tengo más de 90 años»

La primera vez, en la Gran Estructura, que me correspondió limpiar el comedor de uno de los pisos, conocí a una abuelita muy amistosa y comunicativa. Yo estaba coleteando el piso, cuando la vi aproximarse por el corredor, en silla de ruedas, esbelta, el torso erguido, con determinación, rebozando vitalidad. Me llamó particularmente la atención el hecho de que, a pesar de encontrarse todavía a unos 20 metros del salón, su rostro esbozaba una sonrisa. Dudé si era conmigo, pero, al verla avanzar directamente hacia mí, cual misil teledirigido, entendí que sí.

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Extraído del sitio: remigio sol-wordpress.com

Tras darme los buenos días, preguntarme mi nombre y mi nacionalidad, me recalcó, muy oronda, «tengo más de 90 años y todavía estoy fuerte». ¡Vaya si le creí!

Ella – como la mayoría de los ancianos que he conocido – tenía hábitos muy fuertes; era muy puntual, así que, en lo sucesivo, cuando me tocaba dicho comedor en la mañana – 2 ó 3 veces semanal – coincidíamos exactamente  a la misma hora, en el mismo lugar, y manteníamos exactamente la misma conversación… Ella tenía Alzheimer.

Pero eso no me impedía, en lo más mínimo, disfrutar plenamente mis encuentros con aquella viejita enérgica y conversadora. Perdí la cuenta de las veces que sostuvimos nuestra amena charla tempranera, donde, salvo por comentarios muy escuetos que yo le hacía para sacarle conversación (todo esto mientras coleteaba o barría, aclaro), ella, invariablemente, primero me preguntaba el nombre y la nacionalidad, y  yo, invariablemente, le respondía con la misma alegría y gratitud.  Y cuando me repetía, por enésima vez, su parlamento favorito sobre la edad, yo, aunque fingía sorpresa, se lo celebraba, todas y cada una de las veces, con vivas y aplausos como en nuestro primer encuentro.

Inicio de mi nueva carrera

Por fin, obtuve mi tan anhelada licencia. Estaba listo, y muy ansioso por comenzar mi nueva y bonita carrera como cuidador de adultos mayores. Pero el destino me tenía deparado algo ligeramente distinto…

Recuerdo que en los días posteriores a la obtención del certificado, me encontraba en un estado de euforia permanente; sin poder creérmelo (confieso, con cierta vergüenza, que sacaba de mi cartera el documento laminado, a cada rato, sólo para verlo y tocarlo); soñando dormido y despierto con el momento cuando entrase por primera vez a un ancianato a atender a los viejitos. Quiero decir, como cuidador, propiamente, porque como menciono más arriba, ya había estado en muchas oportunidades en diversos centros como voluntario-recreador y cantante. De hecho, el día que fui a hacer la entrevista en el segundo de los centros donde trabajé, me ocurrió que al entrar sentí como si ya conociera ese sitio (luego de concluida la entrevista, le comenté mi sensación al entrevistador, pensando que eso me ayudaría a ganar algunos puntitos extras).  Una vez contratado en esa institución, el primer día de trabajo entré expresamente a un pequeño recinto que me parecía muy familiar, y haciendo memoria logré recordar que, en efecto, el mismo me había servido de vestuario, cuando fui a cantar allí algunos años atrás. Lo que pasa es que llegué a cantar tantas veces en tantos centros, que me era imposible recordar con exactitud dónde, cómo y cuándo.

Volviendo al relato que nos ocupa, inmediatamente después de obtener mi título, extático e ilusionado como me encontraba, fui a la agencia de colocación de empleos más cercana (en el pasado las había frecuentado en busca de otros trabajos, pero esa vez fue especial, ya que al fin pude acceder a la sección destinada a cuidadores de adultos mayores, la cual pocos años antes me había parecido tan lejana), pero, al contrario del buen inicio de búsqueda que yo tenía en mente, lo que inició más bien fue otra odisea…

Aprovecho para agradecer públicamente a la agencia colocadora de mi municipalidad, Hachioji, por  el trabajo profesional y esmerado de su personal, especialmente los de la sección para ayudantes de ancianos,  quienes tuvieron infinita paciencia con mis limitaciones en el japonés, las cuales, de hecho, fueron la causa principal de mi arduo proceso de búsqueda laboral. En ocasiones sentí que mi condición de extranjero pudo influir algo también (algunos potenciales empleadores, al ser informados telefónicamente por el personal colocador sobre mi nacionalidad,  decían que preferían trabajar con nacionales), pero en menor grado, ciertamente.

En total, creo que fui rechazado en 6 ó 7 oportunidades. Sin importar cuanto entusiasmo y determinación irradiaba yo en esos encuentros, los entrevistadores concluían que mi nivel de japonés era muy básico, insuficiente para garantizar una buena comunicación tanto con los ancianos como con los colegas.

Recuerdo que, la cuarta vez que regresé a la oficina de empleo con la carta de negativa en la mano – y, a pesar de mi actitud naturalmente optimista en esos casos – la cara del funcionario (asignado a mí desde el comienzo) ya empezaba a reflejar preocupación. ¡Mucho mayor que la mía! Creo que yo me sentía más triste por él que por las veces que me habían rechazado.

En su sincero deseo de ayudarme, y vislumbrando más negativas en el futuro inmediato, el atento funcionario llegó a recomendarme que retomara mis estudios de japonés, y que unos 6 meses después, cuando me defendiera un poco más, reiniciara la búsqueda de trabajo. Le agradecí su bienintencionado consejo, pero le expliqué que me urgía trabajar; que era cuestión de tiempo que me aceptaran en algún centro, y que, en mi opinión, la mejor clase de japonés que había era el trabajo mismo. No muy convencido,  él aceptó prolongar la búsqueda un poco más. Pero, después de otras tres entrevistas fallidas, comenzó a dar señales de no querer ayudarme más. Su posición me pareció por demás comprensible, pero yo me negaba a la posibilidad – inexistente para mí, por la situación financiera del hogar – de tener que dejar la búsqueda laboral para estudiar japonés. Tenía que haber una solución intermedia, y me di a la tarea de concebirla.

Vale destacar que, aunque la decisión de seguir buscando o no era mía, esos funcionarios tienen mucha experiencia en la materia, y, al final, más que simple colocadores de empleo, terminan fungiendo de guías, de orientadores, con bastante autoridad (y no olvidemos que esto es Japón…) . De ahí que la única alternativa que tenía alguien en mi situación era aceptar los consejos. Pero, insisto, yo sentía que debía haber una vía satisfactoria para ambas partes.

Así las cosas, los próximos días «me rompí el coco» («pensar muy intensamente», en venezolano) buscando la posible solución a mi problema de falta de japonés, falta de tiempo y falta de dinero. Finalmente, concebí una estrategia: «¿Qué tal si sigo insistiendo en ancianatos, pero no como cuidador sino como aseador?» Mi lógica detrás de esa decisión – tratando de ponerme en el lugar de los potenciales empleadores – era que había muchas más posibilidades de que me contrataran si, en lugar de ofrecerme como cuidador, me ofrecía como un aseador que, a pesar de hablar poco japonés, tenía una licencia de cuidador de adultos mayores. La teoría me parecía sólida. Pero había que ponerla en práctica a ver si funcionaba. De ser acertada, mi plan consistiría, entonces, en trabajar en el centro que me aceptara por un tiempo prudencial, hasta que mi japonés mejorara (otra teoría que tenía que demostrar), para luego volver a intentar como cuidador.

El plan tenía sus ventajas, indudablemente. Aunque indirectamente, yo estaría en contacto con los viejitos, con sus cuidadores y con las distintas actividades del centro, observando y aprendiendo, cuando me lo permitieran mis tareas de limpieza. En lugar de tener que descapitalizarme pagando por un curso de japonés de 6 meses que, de paso, retrasaría mis planes, me pagarían a mí por aprenderlo. Más aun, aprendería labores de aseo – y el vocabulario respectivo – tan útiles en el trabajo de ayudante de ancianos, donde hay que hacer literalmente de todo.

Llegó el momento de poner a prueba mi estrategia. Pero decidí acudir a la agencia de empleos de una ciudad vecina. Sentí que tanto mi orientador como yo necesitábamos descansar el uno del otro. Y, en mi próxima cita para buscar empleo, yo necesitaba urgentemente dar y recibir frescura, necesitaba un montonón de energía positiva.

Amigos, la estrategia funcionó. ¡Me contrataron al primer intento!

El funcionario de esa otra agencia de colocación me manifestó que mi plan, aunque inusual, era bastante razonable. De entrada, le eché el cuento completo de mis múltiples intentos fallidos en la primera agencia, no porque estuviera obligado a hacerlo – de hecho, pude haber pretendido que eso no ocurrió – pero quería que él entendiera mi situación perfectamente, y en consecuencia pudiera orientarme mejor en mi siguiente búsqueda. Valga destacar que, una vez obtenido el trabajo, se me ocurrió llamar  a la oficina en cuestión, para que agradecieran a esa persona de mi parte, por su valiosa ayuda. Decidí hacerlo, a pesar de que cuando se lo consulté a mi esposa, esta me dijo que no había ninguna necesidad de hacer eso; que nadie en Japón hace tal cosa, porque, en primer lugar, esas agencias de empleo no esperan que eso ocurra, ni remotamente.

Pero, yo estaba tan contento, que quise compartir mi felicidad con el agente y expresarle mi agradecimiento. Veámoslo así, el tipo me ayudó a encontrar el trabajo que, a la postre, me abriría las puertas a mi faceta de cuidador de ancianos; el trabajo que cambiaría mi vida. Así de sencillo.

Una vez leí por ahí: «cuanto mayor es una dificultad, hay mayor gloria en superarla». La entrevista con el gerente de limpieza del hogar de reposo (en los centros pequeños, la limpieza es realizada por los propios cuidadores de ancianos o por unas pocas personas – generalmente de cierta edad – quienes se turnan una o dos veces por semana, pero en los establecimientos de gran tamaño, la limpieza corre a cargo de aseadores contratados directamente por una agencia externa) fue otro momento de gloria para mí.

Era una plácida mañana primaveral, del año 2013. Puedo recordar con gran claridad muchas cosas de ese día, como, por ejemplo, el más mínimo detalle de la ropa que vestía. El ancianato quedaba bastante retirado de mi residencia. Y, desde la estación de tren más cercana, tuve que caminar unos 25 minutos (ya trabajando, hacía ese recorrido en bicicleta o autobús). Lo bueno es que tuve tiempo de sobra para organizar mis ideas, tanto en el tren como durante la larga caminata. Además, previendo cualquier contratiempo, me programé para llegar a mi destino unos 30 minutos antes de lo pautado (un hábito que tengo, para llegar lo más calmado posible a esas entrevistas), con lo cual pude sentarme y relajarme un poco más, en el banco de una pequeña y apacible plaza ubicada frente al geriátrico.

Deben saber, mis queridos lectores, que aquella entrevista ha sido la más extraña que he tenido en toda mi novelesca existencia. Primero, no fue en una oficina. Para mi estupefacción, fue fuera del edificio, ¡sentados en unas sillitas, en la esquina para fumadores! Mas, no dejé que aquella inesperada situación me perturbara. De ser necesario, puedo llegar a ser el más desenfadado de los seres. Así que me adapté rápidamente a tan peculiar entorno. Por si fuera poco, en lugar de los 30 ó  40 minutos acostumbrados, ¡la entrevista sólo duró 10! Después inferí que, una de las razones que tuvo aquel relajado gerente, para haberme despachado en tiempo récord, era que el funcionario de la agencia de empleos ya le había adelantado suficientemente lo de mi licencia y mi situación en general. En realidad, él sólo necesitaba ver los documentos originales, recibir sus copias, preguntar sólo lo estrictamente indispensable, y verme  muy por encimita, para cerciorarse de que estaba en buena forma física – varias de mis muchas tareas requerían fortaleza – y suficientemente motivado. El final de aquella surrealista experiencia fue igual de increíble. Ustedes ya saben que me contrataron. Pero, en lugar de la carta formal de notificación que me llegaría en 2 ó 3 tres días, el tipo, al tiempo que se sacaba el cigarro de la boca, se paró y me dijo: «Te espero el próximo lunes a las 7:30». Le di las gracias emocionado, y me despedí rápidamente,  para a que no notara mis lágrimas de felicidad.

Para culminar  este pasaje, quise guardar un detalle que creo interesante, el final perfecto para esta anécdota. La entrevista coincidió con la floración del cerezo en Japón, y en la plaza junto al geriátrico, había unos pocos muy frondosos. O sea que, además de un banco para sentarme y esperar cómodamente hasta la hora de la entrevista, aquella modesta plazuela me obsequió, justo en aquel ínterin de impaciente espera, un  instante de solaz, el maravilloso espectáculo de sus cerezos florecidos.

Amables lectores, corro el riesgo de que mi credibilidad quede en entredicho, pero finalizaré diciendo que interpreté aquella hermosa imagen primaveral como un buen augurio de lo que estaba por venir en los minutos siguientes, en mi vida.

La señora «repartidora de dulzura»

Mi trabajo de aseador, a pesar de no tener relación directa con el cuidado de los ancianos, propiciaba mi contacto frecuente con algunos de ellos. Las tareas básicas de limpieza se realizaban en el área de los pasillos, las habitaciones y los comedores. En el caso de los dos últimos, específicamente, el aseo se programaba para las horas cuando no había gente, como es lógico (con excepción del piso para pacientes postrados en cama, como expliqué anteriormente), pero podía ocurrir que algunos abuelitos – sobre todo los más autosuficientes –  se encontraran en esas áreas justo a la hora de la limpieza. En el caso de los pasillos, a cualquier hora podía encontrarme a algún anciano transitando por ahí. Es decir, cuando limpiaba, siempre había la posibilidad de interactuar con varios de ellos, especialmente con los que tenían hábitos diarios muy marcados, como ver televisión, leer periódico, charlar con los amigos, coger sol, hacer estiramiento – incluyendo caminar o andar en silla de ruedas –  etc..

Entre los viejitos que veía por ahí con mayor frecuencia, había una señora de ochenta y tantos años, en silla de ruedas, quien, desde el primer momento, me transmitió mucha amabilidad y calidez; me pareció la típica abuelita cariñosa y consentidora.

Como ocurría con la gran mayoría de los ancianos que se relacionaban conmigo, ella inicialmente se acercó a mí intrigada por mi aspecto, a todas luces diferente. De ahí en adelante, siempre que coincidíamos – y si el trabajo lo permitía – conversábamos un poquito, y, con el tiempo llegamos a compartir bastante.

Desde nuestros primeros intercambios, noté que aquella amable señora tenía el valioso don de hacer sentir bien a los demás; su conversación, su actitud realmente conferían sosiego;  cada palabra que salía de su boca estaba cargada de buena intención. Ya sea que me preguntara sobre la familia o sobre mi país, invariablemente yo podía sentir su genuino interés en mis asuntos.

Abro un paréntesis para comentar que, en nuestra interacción con personas de edad muy avanzada, dado que somos más jóvenes, éstas dependen de nosotros en muchos aspectos, como es lógico,  sobre todo en la parte física y de salud en general. Sin embargo, es importante destacar que nuestra relación con los adultos mayores es eminentemente simbiótica; nos trae importantes beneficios a nosotros también, especialmente en lo concerniente a la parte emocional. Por ejemplo, la mera acción de ayudarlos puede llegar a producirnos una gran sensación de bienestar;  es terapéutica, si se quiere. Eso sin mencionar las ventajas propias de compartir con alguien mucho mayor que nosotros – así sea esporádicamente – que nos brinde afecto y ternura. De hecho, a veces pienso que cuidar ancianos es como tener muchos abuelos a la vez.

Como al mes de conocernos, un día que yo estaba barriendo el pasillo, frente a su habitación, la señora me saludó como de costumbre, y me hizo señas con la mano para que entrara. Pensé que quería decirme algo o que necesitaba que la ayudara con alguna cosa, pero al entrar vi que tenía una mano cerrada extendida hacia mí, y que con el dedo índice de la otra mano sellaba sus labios, en señal de que hiciera silencio. Lo que guardaba en su puño eran caramelos y chocolates.

A sabiendas de que las normas nos prohíben aceptar regalos de los ancianos, y al ver mi actitud renuente, ella actuó con rapidez; me insistió con firmeza,  indicándome con un gesto que los metiera en el bolsillo de mi delantal. No me dejó opción. De todas formas, no era nada grave, apenas una travesura.

Cabe destacar que no se nos permite aceptar regalos de los ancianos – sin importar cuan modestos sean – porque si lo hacemos, ellos, en su afán de ser generosos y agradarnos pudieran querer darnos cada vez más cosas, algunas, incluso, de valor considerable.

Pero estaba claro que aquella viejita generosa sabía lo que hacía; nada más quería darme unas pocas chucherías. De cualquier manera, sólo por si acaso, le expliqué lo ocurrido a la cuidadora encargada del piso, quien me respondió que, tratándose de unos pocos dulces, no había ningún problema, que era permitido.

Desde aquel día, la generosa y traviesa abuelita, siempre que veía la oportunidad, me metía un puñado de dulces en el delantal. Aun hoy, recuerdo encantado su sonrisa pícara y cómplice, y conservo, en el bolsillo de mi corazón, los montones de dulzura que me regaló.

Limpiando para los viejitos

A través de las anécdotas de ancianos, han podido conocer, superficialmente, en qué consistían mis funciones de aseador en el primer ancianato donde trabajé. También expliqué ya que era una institución gubernamental de grandes dimensiones, razón por la cual las labores de limpieza estaban a cargo de una agencia externa que contrataba directamente al personal de aseo.

Igualmente, les expliqué en forma detallada, por qué, en mi caso muy particular, fue necesario comenzar como aseador para poder llegar a ser cuidador de ancianos. Pero, deben saber apreciados lectores, que ese es solamente el lado práctico, objetivo de la historia. Hay otro lado subjetivo, muy personal que, aun no he revelado en este escrito, y el cual decidí compartir con Ustedes justo ahora, cuando terminé de escribir la primera oración de este párrafo.

Cuando comencé a hacer «voluntariado musical» en hogares de ancianos, hace unos 9 años, yo estaba dando clases de inglés y español por mi cuenta, y seguía determinado a consolidarme en dicha área. Aunque, quería orientarme más a enseñar nuestra lengua a los niños «nipo-latinos» de mi localidad, en el marco de un proyecto más amplio de servicio a la comunidad latina en general, y cuyo punto de partida sería precisamente el sitio digital, SOL, Servicio y Orientación al Latino, que Ustedes, tan amablemente visitan en este momento.

Las clases particulares no estaban generando ingresos suficientes, y tuve que buscar una solución, un trabajo que me brindara mayor estabilidad (aprovecho para confesarles que nunca he sido muy bueno en eso de hacer dinero por mi cuenta; siempre me ha ido mejor cuando he trabajado para otros, para instituciones). Fue entonces cuando me vino a la mente – por primera vez – la idea de convertirme en cuidador de ancianos. Uno, porque – como explico anteriormente – cantándole a los viejitos descubrí que me gustaría dedicarme a su cuidado formalmente. Dos, porque es una ocupación que tiene y siempre tendrá demanda en Japón.

Pero, la decisión no fue tan sencilla. Por aquellos días de apremios económicos, esa idea de naturaleza altruista tenía que competir con otras ideas más «glamorosas» – creo que actualmente se diría «sexy» – que ocupaban recurrentemente mis pensamientos. Por ejemplo, insistir con las clases español  pero trabajando para empresas del ramo; incluso tocar la puerta a universidades (algo que había intentado ya en mis primeros años en Japón, pero sin éxito); retomar mi antigua profesión de traductor, y un par de ideas más.

¿Alguna vez han sentido, amigos, como si una fuerza externa, ajena a Ustedes mismos, los empujara en una dirección determinada, mostrándoles un camino distinto al imaginado? Bueno, siento que algo así fue lo que me pasó a mí.

En esa etapa de búsqueda de una ocupación estable, un día me dio por revisar material de Internet sobre mi signo del zodíaco, Piscis (no soy ningún fanático de la materia, pero me entretiene y le atribuyo cierta veracidad), queriendo leer algo positivo sobre mi personalidad; algo que me recordara mis fortalezas. Humanos al fin, a veces sentimos la necesidad de que nos ensalcen un poquito, ¿no?. ¡y qué mejor que un artículo sobre nuestro signo! Pero, detrás de esas lecturas, había otra motivación más específica: yo estaba particularmente interesado en un aspecto de mi signo zodiacal que había leído, por casualidad y por encimita, ya hacía muchos años, relacionado con la supuesta «capacidad sanadora de los piscianos». Debo acotar, además, que mi interés en el asunto estaba directamente relacionado con el final de mi desempeño como orientador telefónico voluntario para las líneas de ayuda en inglés (TELL) y en español (LAL) de Japón. En ese preciso momento, estimulado por tan fructífera y enriquecedora experiencia, estaba considerando, aparte de la enseñanza de idiomas, la posibilidad de buscarme una carrera en el campo de la salud mental (de hecho se me ocurrió estudiar psicoterapia, a distancia, pero los precios – y los tiempos – resultaron prohibitivos). Aparte de mi creencia muy personal en que puedo servir para eso, necesitaba la confirmación de los astros… El resultado fue sorpresivo y muy alentador.

Las mencionadas consultas astrales me llevaron, por carambola, a otros descubrimientos y recordatorios. A descubrir, por ejemplo – algo que yo desconocía por completo – que supuestamente todos tenemos ángeles guardianes que estarían vinculados a nuestro día de nacimiento.  De tal forma que, habiendo nacido yo el 18 de marzo, mi protector sería «Mumiah», que rige sobre la salud y la longevidad, específicamente. Claro que tanto una buena salud como una larga vida serían beneficios que dicho ángel brindaría a sus protegidos directos, es decir, a mí, pero ¿ven la conexión con el cuidado de ancianos?

Pero hay otra «casualidad». Posiblemente sepan, que el nombre «Ángel Rafael» – que llevo muy ufano, por su significado y por ser el mismo de mi padre – viene del arcángel Rafael,  presente en el judaísmo, el cristianismo (libro bíblico de Tobías) y el islamismo, y que está asociado a la sanación y a la regeneración.  Interesante, ¿no?

Quisiera insistir en que no soy un fervoroso seguidor de estas creencias, pero tengo razones muy personales (fundamentadas en experiencias propias), que me hacen creerlas posibles. Pero, más allá de la autenticidad de dichas creencias en sí, lo que yo quiero resaltar aquí es la gran casualidad existente en el hecho de que esos tres factores relacionados con mi persona – signo zodiacal, ángel protector y nombre – se asocien directamente con la sanación material y espiritual. De hecho, después de concluida mi investigación esotérica, y por la magnitud de la coincidencia, sentí como si esos tres factores se hubieran unido para confabular en contra de mis otras opciones laborales,  y en pro de la opción de cuidar ancianos o incluso personas con necesidades especiales.

Por cierto, estimados lectores, estoy seguro de que ya olvidaron el nombre de este aparte del escrito. Tranquilos. A mi casi se me olvida también. A veces mis explicaciones y paréntesis son tan imprevisibles y extensos (quienes me han estado leyendo regular y gentilmente ya deben estar acostumbrados) que puede ocurrir. El título de este aparte es «Limpiando para los viejitos», y en principio estaba concebido para contarles, brevemente, algunas de mis experiencias como aseador. Pero, como recordarán, después del primer párrafo decidí ir un poco más allá, y confesarles  mis motivaciones más interiores – en contraposición a las más pragmáticas y convencionales – para decidirme por la carrera de cuidador de ancianos, y para, en los inicios de esa trayectoria, llegar a realizar un trabajo tan modesto como el de obrero de limpieza. Ya sé que muchos están pensando, «muy digno también». Gracias miles, amigos. Huelga decir que yo pienso lo mismo, por supuesto.

Sólo una cosita más antes de proseguir. Toda  la perorata anterior sobre esoterismo es apenas una parte secundaria del cuento. La confesión importante – y les aseguro que difícil para mí – está por venir.

Admito que desde muy joven he sentido cierta desconfianza por las personas que dicen: «si volviera a nacer, haría exactamente las mismas cosas que he hecho hasta el día de hoy. No me arrepiento de nada…» A mi me pasa todo lo contrario. A lo largo de mis 51 años de vida, he hecho cosas cuestionables, de las cuales me arrepiento; algunas, en su momento, hasta me parecieron buenas ideas, pero con el tiempo, vistas en perspectiva, entendí que, en mayor o menor grado, fueron errores de los cuales me avergüenzo, y de los cuales tengo que redimirme de algún modo. Además, la vida, entre otras cosas, se trata de crecimiento espiritual, o, para quienes prefieren un enfoque más terrenal, de ser cada vez mejores seres humanos, ¿si o no? Entonces, en el supuesto negado de que volviéramos a nacer (y tuviéramos conciencia de ello) ¿por qué no ahorrar tiempo en nuestro peregrinar hacia el «cielo»?

Y en relación a este tipo de confesiones, muchos creen que no hay necesidad de hacerlas públicamente, sobre todo si las acciones no fueron graves, y porque son más bien asuntos personales, privados, cuya difusión pudiera, además, tener consecuencias negativas para nosotros, en esta etapa de la vida. Eso lo entiendo. Pero confesar dichas acciones reprobables al prójimo también es asunto de cada quién, y yo elijo hacerlo, asumiendo plenamente las consecuencias.

Por espacio de 4 años, entre los 26 y los 30, más o menos, fui «estríper» (stripper, en inglés) para despedidas de solteras y animador de shows nudistas – de ambos sexos – en locales nocturnos. De hecho,  en ese período de tiempo ambas ocupaciones fueron mis principales fuentes de ingresos.  Es verdad que en aquella época tuvo lugar el boom de la actividad en mi país; que la misma era socialmente aceptada y aplaudida por un gran sector  de la población; que cuando me desvestía lo hacía estrictamente para mujeres adultas que saben lo que hacen; y que – huelga decirlo – me brindó no pocas satisfacciones mundanas, como es lógico. Es más, admito que todavía hoy, en momentos de humana debilidad, recuerdo con añoranza algunos episodios de tan banal «trabajo». Sin embargo, tras esos 4 años de borrachera hedonista, hoy me queda una muy desagradable resaca moral.

Y no se trata de que ahora yo sea puritano, o me esté convirtiendo en monje. Aunque, pensándolo bien, las personas de conducta más o menos relajada, como yo, que decimos creer en alguna forma de «paraíso», deberíamos planteárnoslo seriamente, o, ¿a caso están pensando que el «cielo» es una playa donde todo el mundo está en bañador tomando cerveza? El problema es que hoy siento que esa actividad a la que le dediqué tanto tiempo, si bien muy lucrativa y divertida, no era constructiva en lo absoluto. Bueno, sí había algo un poquito positivo. Lo que pasa es que pareciera chiste, más bien. Queda absolutamente claro que mi mayor motivación para ser estríper era divertirme con la mayor cantidad de mujeres posible. Pero, al mismo tiempo, era una especie de acto de solidaridad, de complicidad, si se quiere, con las féminas presentes en las despedidas – por favor, créanme – y a manera simbólica, con todas las mujeres venezolanas, quienes, por aquellos años machistas, todavía tenían que aceptar que las formas de entretenimiento para mayores estuvieran dedicadas, casi exclusivamente, a nosotros los hombres. Así que yo, sencillamente, me convertí en el aliado, en el cómplice de sus travesuras revanchistas.

Pero, quiero insistir en esto: El hecho de que era una forma de entretenimiento en general tolerada abiertamente por la sociedad – siempre fue del conocimiento de mis padres, demás familiares y amigos, por ejemplo –  no la hace necesariamente correcta desde un punto de vista espiritual, o sencillamente moral, al menos para mí. Ese ha sido mi principal dilema.

Afortunadamente, de unos años para acá, le he ido consiguiendo respuesta a esos conflictos internos. Ya en mi adultez temprana, había empezado a creer que el arrepentimiento, para ser aun más efectivo, debía acompañarse con algún tipo de acción, y precisamente el cuidado a los ancianos  es una de las medidas que tomé para intentar compensar, de algún modo, tantas faltas derivadas de mi flaqueza espiritual.

Es así que, frente a otras consideraciones como mi disposición natural para la actividad propiamente, y mi necesidad de un ingreso económico constante, fue una urgencia existencial, vital, de redimirme de mis muchas equivocaciones pasadas, presentes y futuras, lo que me llevó, eventualmente, a dedicarme por entero a la labor de ayudar a los adultos mayores, y a desempeñarme primero como aseador, limpiando para ellos.

Recuerdo que cuando me tocaban los trabajos de limpieza más arduos, me obligaba a mí mismo a pensar en la «época dorada» como estríper, cuando, arrogante y necio, me jactaba de «ser capaz de ganar buen dinero divirtiéndome en grande, haciendo lo que muchos hombres sólo podían fantasear». Contrastar tanto la naturaleza como el propósito de actividades tan radicalmente opuestas, me servía como aliciente para realizar mis modestas tareas de aseador con mayor convicción y ahínco. Entonces, en función de mis pasadas motivaciones como showman y mis más recientes motivaciones como obrero, yo, mientras limpiaba, pensaba para mis adentros: «Aquel ‘trabajo’ parecía grande pero era pequeño, éste parece pequeño pero es grande, al menos  para mí». Ese solo pensamiento me reconfortaba el alma.      

En septiembre de 2002, cuando salí de Venezuela rumbo a Asia, mi madre me regaló un libro miniatura, tipo llavero, que contenía cien frases célebres de los pensadores más destacados de la historia. Vale destacar que tan original y beneficioso objeto fue, a su vez, un regalo de mi abuela para ella, por lo que es una herencia, un tesoro para mí. Lo cierto es que tres de esos cien pensamientos se convirtieron en una suerte de credo en mi vida. Éste, «La obra humana más bella es la de ser útil al prójimo» – del poeta trágico ateniense, Sófocles – aunque, por un lado siempre he procurado ponerlo en práctica con pequeñas acciones por aquí y por allá, por el otro siempre he sentido que es una asignatura pendiente con la vida y con la Creación misma; que he podido hacer mucho más. Pero, luego de estos 5 años cuidando a mis viejitos, estoy comenzando a sentir que tengo muchas posibilidades de, al menos, aprobar esa materia.

En alguna oportunidad, mi propia madre, durante una de nuestras conversaciones sobre mis actividades voluntarias en Japón, también me regaló una frase célebre (¡pero de su propia autoría!):  «Es conveniente tener dos ocupaciones, una para el bolsillo y otra para el espíritu». Además de parecerme un excelente consejo, que reflejaba, simultáneamente, su solidaridad con mis voluntariados, pero también su materna preocupación por mi estabilidad laboral, me puso a pensar más allá… «¿y qué tal si yo, más bien, mato esos dos pájaros de un tiro, y me pongo a trabajar de lleno cuidando ancianos?» Ya Ustedes saben el resto de la historia…

El «caballero silente»

El primer día que me correspondió realizar la limpieza de uno de los comedores de la Gran Estructura, llegó un señor en silla de ruedas. Calculo que tendría entre 80 y 85 años de edad, y a pesar de que necesitaba su vehículo para andar, tenía muy buen aspecto; lucía rozagante. También pude notar, por encimita, que era muy serio.

El señor se dirigió hacia el televisor; tomó el control remoto;  se ubicó frente al aparato;  lo encendió, y se puso a ver uno de esos programas matutinos de variedades. Recuerdo claramente el hecho de que no me saludara (en general, los ancianos japoneses son en extremo educados), así que tomé la iniciativa y le dirigí el debido «buenos días». Su única respuesta fue un casi imperceptible movimiento de cabeza en mi dirección.

No le di mucha importancia. A lo mejor era del tipo reservado; tal vez estaba algo sorprendido por la inusual presencia de un aseador extranjero en su piso; o sencillamente no podía hablar. Proseguí con mis labores, y sólo volví a dirigirle la palabra para pedirle permiso y disculparme cuando, al coletear, me interpuse entre él y el televisor. También para despedirme cuando terminé de limpiar el comedor.

Como explico anteriormente, hay ancianos que tienen hábitos muy rutinarios, y este señor era uno de ellos. La veces que me tocaba limpiar ese salón comedor por las mañanas, si lo hacía entre 9 y 10, con toda seguridad coincidíamos.

Había otro momento de encuentro. Generalmente, antes del comedor, primero tenía que coletear el pasillo. Cerca de la habitación de dicho anciano, había un área de lavamanos – 3 ó 4 – con amplios espejos (aparte de los lavamanos individuales de cada habitación), donde éste se rasuraba todas las mañanas, religiosamente, con una de esas afeitadoras eléctricas. Si yo pasaba limpiando por ahí, entre las 8:30 y las 8:45, obligatoriamente me lo encontraría.

Tras el primer encuentro, las siguientes veces que coincidimos fueron más o menos igual, yo saludaba y el callaba. Sin embargo, un buen día me sorprendió. Yo me encontraba limpiando el comedor, y el, siguiendo su su rutina mañanera, llegó a ver televisión. Como de costumbre, lo saludé y, como de costumbre, no esperé ninguna respuesta. ¡Pero esta vez respondió! Es cierto que nunca me habían saludado con tanta gravedad, pero aquel ohayoogozaimas («buenos días» en japonés) fue como sonido de campanas en mis oídos. Con el tiempo, incluso su seriedad se fue suavizando; gradualmente apareció una voz cálida y, de vez en cuando, hasta una leve sonrisa.

Es verdad que nunca pude sacarle más de dos o tres palabras a aquel caballero silente. De hecho, luego de entender y aceptar su parquedad, sólo le hacía comentarios que no ameritaran respuestas, o preguntas sí/no. Y es que, en realidad, yo no necesitaba conversar con él para tenerle aprecio. En su trato conmigo, la sola transformación de una persona tan seria a otra tan afable ya de por sí fue un regalo para mí.

Finalizo esta anécdota, con la imagen que más recuerdo de aquel hombre de poco hablar: Yo, saludándolo mientras coleteaba el pasillo, él, devolviéndome el saludo mientras se rasuraba, con su voz sonora y su cara risueña, a través del espejo.

Limpiando para los viejitos (segunda parte)

No voy a hacer un recuento pormenorizado de mis tareas de limpieza en la Gran Estructura. Lo único que deben saber es que, unas veces en grupo, otras individualmente, realizaba todas y cada unas de las labores de aseo posibles – tanto interiores como exteriores – en una edificación de grandes dimensiones. Sólo me referiré a una en particular, la menos agradable de todas y, por consiguiente,  la más «emblemática», si me permiten el término.

Por espacio de 8 meses (que fue el tiempo que trabajé como aseador en aquel geriátrico), todas las mañanas, lo primero que hacía al llegar, a las 7:45, era recoger los pañales sucios de los 3 pisos. Para ello utilizaba una especie de carrito, mezcla de carreta con corral,  de 1,5 m. de largo x 1 de ancho y 1 de alto.

Comenzando por la tercera planta, recolectaba las bolsas de plástico contenedoras de los pañales desechables del día anterior. Dichas bolsas, amontonadas en dos puntos específicos de cada piso, podían llegar a pesar 3 kg cada una, y al finalizar la recolección rebosaban el carrito, al punto de impedirme la visibilidad mientras lo empujaba hacia adelante. Seguidamente, tenía que descargar las bolsas en un contenedor especial colocado afuera; dejarlas ahí hasta la tarde, cuando venía el camión de aseo urbano, para entonces ayudar al conductor a cargarlo.

Considerando que ese trabajo debía terminarlo en unos 15 ó 20 min., aquello parecía más bien una rutina intensa de ejercicios matutinos, combinando aerobics con pesas. Y no me estoy quejando. Todo lo contrario. Sé que voy a sonar exagerado, pero por lo mucho que me gusta la actividad física, en situaciones laborales como esa (en Japón, junto a ese trabajo como aseador he tenido un par más, muy físicos), siempre digo: «muchas personas en el mundo pagan por el gimnasio, pero a mí me pagan por mantenerme en forma».

Es verdad que era una labor sumamente modesta, como todas las relacionadas con el desecho de heces fecales; reservada para el último de los «reclutas del pelotón» (pero – disculpen la inmodestia – también para los más enteros físicamente), sin embargo, no era tan malo; tenia su lado bueno, hasta divertido. En serio. Imagínense: yo, a esa hora de la mañana, recorriendo todos los pisos con aquel descomunal y chirriante carretón, a paso vivo, saludando – cual aspirante a alcalde – tanto a los cuidadores como a los ancianos que se cruzaban en mi camino.

Pero, hoy, al revivir esos recuerdos, hay una imagen en particular que me quedó grabada, y que describe mi sentir sobre aquella experiencia como aseador: Los segundos que pasaba encerrado en el ascensor con el carro repleto de pañales sucios, respirando por la boca para no percibir el penetrante olor a excremento. Aquella situación, aunque obviamente desagradable, se convirtió en un instante de comunicación con la Energía Creadora y con mis «ángeles», para agradecerles, con toda mi alma, por ponerme en el camino hacia mi meta como cuidador de ancianos, y por proveerme de los medios para redimirme de mis pecados.

Mi amiga cantarina

La protagonista de este cuento no es una de mis viejitas, sino una de las cuidadoras que conocí en la Gran Estructura, con quien llegué a tener una relación muy… «musical».

Durante mis labores de aseo diarias era normal coincidir, aquí y allá, con los cuidadores del centro, sobre todo en las habitaciones y los comedores.

En ocasiones, mientras limpiaba, me daba por tararear canciones. Un día que estaba en uno de los comedores amenizando el trabajo con mi propia música de fondo, una cuidadora que casualmente pasaba por ahí me preguntó de qué país era y en qué idioma cantaba. Tras decirle que era venezolano y que hablaba español, ella inmediatamente me respondió con las frases «Bésame, bésame mucho» y «Quizás, quizás, quizás», acompañándolas con sus respectivas melodías. Ese día estaba apurada, así que sólo alcanzó a decirme que le gustaba mucho la música; que tocaba flauta – u ocarina, no recuerdo bien – y que su hija adolescente estaba aprendiendo violín.

Después de aquel día, siempre que la veía por ahí le cantaba una canción diferente – un pedacito, en realidad – de entre las latinoamericanas mundialmente famosas (incluyendo las dos mencionadas arriba y otras como La Bamba, La Cucaracha,  Guantanamera, Moliendo Café – que tiene una versión japonesa – etc.), a sabiendas de que ella, con toda seguridad, me acompañaría haciendo la melodía con su bien afinado «lalala».

Dependiendo de nuestros respectivos tiempos, la actuación de tan peculiar dúo nipo-latino podía durar 5 minutos ¡ó 10 segundos únicamente! Por ejemplo, a veces nos cruzábamos en un pasillo, con apenas tiempo para saludarnos. En esos casos, yo comenzaba a cantar y ella se me unía durante los escasos segundos que manteníamos el contacto visual. Era en verdad muy divertido, tanto para nosotros mismos como para quienes tenían oportunidad de vernos. A veces, hasta nos ganábamos uno que otro aplauso.

Había otra cualidad de aquella mujer digna de admiración: su actitud siempre jovial y cariñosa con los ancianos a su cargo. Parec@ia ser una de esas personas que, estando satisfechas con la vida, compartía su alegría de vivir con el prójimo. Eran muy afortunados los ancianos de ese centro por tener a alguien así a su lado. En verdad.

Curiosamente, la actuación nuestra que más recuerdo no fue cantando un tema de mi repertorio. Durante uno de aquellos encuentros fortuitos en el comedor, mi amiga se me adelantó y comenzó a cantar «Yesterday». Felizmente, me sé toda la melodía y parte de la letra, por lo que la seguí muy presto y solícito. Como de costumbre, disfrutamos de lo lindo.

Mientras les cuento esto, tarareo la archiconocida canción de los Beatles, y siento el mismo júbilo que me invadía en aquellas divertidas y memorables presentaciones a dúo con mi amiga cantarina.

Mi heroína

La heroína de esta historia tampoco es una de las abuelitas de la Gran Estructura; es quien fuera la jefa de la cuadrilla de aseadores durante los 8 meses que trabajé allí. Y a ella quiero tributarle estas modestas líneas, expresamente, en homenaje a su ejemplo como obrera de limpieza y como ser humano.

Esta ejemplar «capitana» tenía 65 años de edad. ¡Sesenta y cinco! pero tenía más vigor que la mayoría de sus subalternos, quienes eran bastante más jóvenes, por cierto. No era más fuerte que yo, pero sí era mucho más habilidosa en algunas labores específicas.

Siempre que conozco personas de cierta edad que se mantienen en buena forma corporal y mental, intuyo que practicaron – o practican – algún tipo de actividad física o deporte, asiduamente. Generalmente, acierto. Y aquella enérgica señora no fue la excepción. Al preguntarle si le gustaba ejercitarse me dijo que de niña le gustaba hacer deportes, y que ya entrada en la tercera edad comenzó a hacer natación y montañismo. De hecho, mantenía la práctica de ambas disciplinas cuando la conocí.

Si a eso le sumamos que – como menciono en algún pasaje anterior – ese trabajo en ocasiones podía ser muy exigente físicamente, se entiende que mi sexagenaria jefa se conservara tan entera.

Pero, esta «abejita» laboriosa no sólo me cautivaba con su gran capacidad para el trabajo físico; era dueña de una bella personalidad, que combinaba armoniosamente su actitud soldadesca con otra sumamente maternal, protectora, generosa.

Si, como postulan algunas creencias angeológicas, existen ángeles infiltrados entre los humanos, esa admirable señora es, sin lugar a dudas, uno de ellos.

Pero, ni siquiera tan angelical criatura estaba exenta de la envidia y la hipocresía de algunos de sus subalternos. O, tal vez, precisamente por ser tan buena persona la adversaban. Eso me valió no pocos enfrentamientos con colegas que, ya sea directamente o manipulando a sus espaldas, pretendían ofenderla y cuestionar su bien ganada autoridad.

Ella ha sido uno de los mejores jefes y modelos de humanidad que he tenido en toda mi vida. Y, en este preciso momento, quisiera hacer lo mismo que hice mi último día de trabajo en la Gran estructura, cuando me despedí de mi heroína: Rodearla con mis brazos, en un abrazo de oso que la levante del piso, y estamparle en su frente y sus mejillas el más efusivo y agradecido de todos los besos.

De aseador a cuidador

Ya he dicho antes que no soy religioso, ni practicante del esoterismo. Pero me inclino a creer – producto de la observación –  que pudiera haber «energías superiores» encargadas de ayudarnos a cumplir nuestros objetivos de vida, los cuales a su vez estarían enmarcados – aunque suene contradictorio –  en un plan igualmente superior. Es decir, tendríamos un «destino», pero también tendríamos libre albedrío para transitar, por ensayo y error, a nuestro ritmo, por la ruta que nos fue trazada hacia ese destino.

Además está la parte de la «misión de vida» que tendríamos todos y cada uno de nosotros. Pero, no entremos en esas profundidades ahora – prefiero hacer comentarios esporádicos al respecto cuando vea la oportunidad –   retomemos el tema que nos ocupa. Después de 8 meses limpiando para mis viejitos, sentí que ya estaba listo para intentar el salto al siguiente escalón: cuidador.

Una de las razones fue que, después de pasar todo ese tiempo como aseador teniendo que comunicarme obligatoria y diariamente en japonés, sentí que ya tenía un nivel de lengua aceptable para pasar las entrevistas, y así comenzar a trabajar directamente cuidando ancianos. Y porque, por encima de todas las cosas, debo ser honesto con Ustedes mis amables lectores, tengo que confesar que mi decisión también se debió a unas «peleítas» que tuve con algunas de mis superioras, para variar. Algunos de los conflictos tuvieron que ver con mi defensa, a capa y espada, de la jefa del equipo de limpieza, «mi heroína», y otros con mi rechazo a actitudes hostiles hacia mi persona. En definitiva, mi renuncia fue el resultado de una combinación de factores.

Y en relación a mi «misión» en esta pasantía como aseador, ¿Cuál pudo haber sido ésta? Recalcando que sólo son especulaciones mías – seguramente controversiales y sumamente inmodestas – me atrevería decir que posiblemente tuve que trabajar en ese lugar para, uno, llevarle un extra de sosiego y alegría a algunos viejitos en particular, en sus días postreros. Dos, para proteger a la ejemplar líder del grupo – ella misma de edad avanzada – de sus envidiosos detractores, y  para reivindicarla ante todos como una excelente jefa y persona (para mí una «santa»), justo el año de su jubilación.

A lo largo de mi vida, siempre que he estado en la situación de tener que buscar un trabajo nuevo, invariablemente me he sentido muy optimista y esperanzado. Pero esta vez, esa sensación positiva, esa esperanza era incluso mayor. Uno, porque luego de trabajar limpiando par mis viejitos, mi deseo de trabajar cuidándolos se había acrecentado; dos, porque, como menciono antes, sentía que en esos 8 meses como obrero de limpieza, mi japonés había mejorado lo suficiente para ser cuidador.

Aparte de mi comunicación diaria con mis colegas aseadores, la primera muestra de que, efectivamente, se me había soltado más la lengua, la tuve cuando fui nuevamente a la agencia de empleos de mi localidad. Me conseguí al mismo agente que me atendió en mi primera visita, recién salido de la escuela, y éste se mostró complacido tanto por el hecho de que podíamos entendernos mejor que antes, como por mi determinación a dedicarme al cuidado de ancianos.

En mi opinión, más allá de la cantidad de ofertas laborales disponibles – en cualquier área – el ánimo de los agentes colocadores resulta fundamental en la búsqueda de empleo. Son humanos, a fin de cuentas, y es lógico que si están de buen humor muestren mayor entusiasmo e inviertan más energía en la búsqueda. Y, como digo en un pasaje anterior, después  de la escuela, el siguiente filtro en el proceso para convertirse en cuidador de adultos mayores es la agencia colocadora, es decir, el funcionario de turno. De hecho, esa es una de las razones por las cuales, dentro de las agencias de empleo existe una sección exclusiva para esa ocupación.

Lo cierto es que, bajo la buena vibra que reinaba el día de nuestro «reencuentro», el agente se mostró bastante colaborador y me consiguió tres posibles empleos. Uno en un hogar de descanso (los abuelitos permanecen allí todo el tiempo), los otros dos en centros de cuidado diario (pasan únicamente el día).

En uno de los day care y en el hogar no tuve suerte. Pero el entrevistador del último, al ver mi disposición, muy gentilmente se tomó el tiempo para explicarme detalladamente las diferencias entre una y otra modalidad, y para darme sus razones por las que yo debería enfocarme primero en los centros de cuidado diario. En teoría – y como luego comprobaría yo en la práctica – las labores del day care son menos exigentes, ya que, en su mayoría, los viejitos necesitan menos cuidados, por lo que el énfasis se pone en las actividades recreativas y en los ejercicios físicos.

En definitiva, aquel amable empleador me explicó que un cuidador como yo, sin experiencia, tenía mayores posibilidades de ser contratado en un centro de cuidado diario que en un hogar de descanso, y que esa actividad, de paso, me serviría para adquirir los conocimientos básicos de la profesión, tras lo cual, ya más fogueado, podía aspirar, si así lo deseaba, a laborar en un geriátrico.

Todavía me quedaba una entrevista pendiente de las tres que me consiguió mi «viejo conocido» de la agencia colocadora. Se me ocurrió que, cuando me preguntaran sobre mis motivaciones para ser cuidador y trabajar en un centro de ese tipo, además de mencionar mi genuino deseo de velar por los más viejos y el hecho de que esa ocupación tendrá demanda en Japón por muchos años, les repetiría lo mismo que me dijo el director de la casa hogar en aquella fallida – pero muy productiva – entrevista, sobre la conveniencia para mi, como novato, de intentar primero en esos centros, porque así, en teoría, tendría más posibilidades de obtener empleo.

¡A la tercera va la vencida! Si la entrevista donde me aceptaron como aseador es importante en mi vida – por ser el primer trabajo en la odisea hacia tan bonita y gratificante profesión –  ésta, donde me aceptaron como cuidador, es la que recordaré siempre como el día en que me convertí en CUIDADOR DE ADULTOS MAYORES. Así con letras grandes, igual de mayúsculas a la dicha y la sensación de triunfo que sentí cuando mis entrevistadoras me dieron el sí.

Pero este no es el clímax de la trama. Luego de cumplidos los respectivos tres meses de prueba – exitosamente, debo decir – un día de trabajo como cualquier otro, se aparece en el centro el presidente de la empresa (las entrevistadoras fueron la directora y la jefa de personal), y sorpresivamente se me acerca para saludarme y preguntarme qué tal me sentía en el trabajo; si me había adaptado bien.  Recuerdo como si fuera ayer que, de la manera más casual imaginable,  me dice: «Ángel san, la prueba terminó. Desde hoy está contratado oficialmente. ¡Felicitaciones! Gracias por su trabajo.»

Soy una persona sensible. Cuando algo me emociona (lo que ocurre con bastante frecuencia), casi con seguridad lo expreso con lágrimas. por cierto, desde muy joven entendí que eso no tiene nada de malo y que, al contrario, es muy saludable. La sola escena de una película romántica; un gesto bonito de alguna persona hacia mí; acontecimientos muy tristes y muy agradables en general, etc., me hacen llorar.

El momento cuando el presidente de aquella  empresa me dio tan feliz noticia fácilmente se incluye en el «Top 10» de los más emotivos de mi existencia. Pero no ahondaré en las razones. Quienes han estado leyendo este escrito desde el principio saben el por qué de su trascendencia en los últimos cinco años de mi vida.

Estoy seguro que tanto los viejitos como los cuidadores que presenciaron la escena se sorprendieron bastante por mi reacción. El mandamás de la compañía se aproxima a mí, delante de todo el mundo, en una actitud por demás relajada y cordial; me saluda sonriente, poniéndome la mano en el hombro, y me da semejante notición. Yo, en respuesta, apenas si puedo comenzar a pronunciar la expresión «muchísimas gracias», y rompo a llorar sin poder contenerme. De puro contento. Eso sí, tratando de lucir lo más macho posible mientras moqueaba. Ustedes saben.

Con esas lágrimas de emoción, no sólo le agradecía a él y a la empresa, sino al «Creador», a mis «protectores» y a la vida misma, por ese logro que me costó tanto sacrificio y tanto esfuerzo.

El ángel cantarín

Sin importar cuan atrayentes y convincentes puedan resultarnos las personas de carácter fuerte, creo que todos coincidimos en que no hay nada más cautivador que una persona llena de dulzura. En este centro de cuidado diario donde me estrené como ayudante de ancianos, había dos o tres señoras tan pero tan dulces que daban la sensación de estar flotando en una nube, con un halo en su cabeza, cuales ángeles del cielo.

Es cierto que un buen cuidador no debe diferenciar a la hora de dispensarle sus cuidados a los ancianos; que no debe expresar preferencia por aquellos de personalidad o presencia agradables y que, por el contrario, debería sentirse naturalmente inclinado a atender a aquellos que pudieran llegar a inquietarlo, tanto por su carácter como por su aspecto físico. De hecho, el cuidador ideal es aquel que, gracias a su naturaleza compasiva,  vela por los más limitados tanto física como emocionalmente.

Hoy les quiero hablar sobre una de esas abuelitas angelicales. Una que, además, de tanto en tanto nos deleitaba con su canto, o, más bien, con su canción, porque durante las frecuentes sesiones de karaoke de aquel centro, ella siempre, absolutamente siempre, cantaba la misma: «O Sole Mio». Sí, la bella y archiconocida pieza italiana.

Según me contaba ella misma, muy ufana, durante sus años más productivos, uno de sus pasatiempos era el canto operático, y «O sole mio», obviamente, era la canción favorita de su repertorio.

Durante el año y medio que trabajé en ese centro, perdí al cuenta de las veces que me di banquete con la interpretación de la nonagenaria y adorable anciana. Por cierto, llamaba la atención como, al cantar, aquel ser más bien manso, sumamente modesto, y de aspecto muy frágil – por su avanzada edad-  se transformaba «frente a su público» en toda una artista, irradiando energía y confianza.

Ahora mismo, me veo junto a ella en una de sus tantas presentaciones. Cuando llegaba su turno de cantar, yo me acercaba a su puesto, ofreciéndole mi mano para ayudarla a caminar hasta el centro de la sala. Recuerdo que ambos desarrollamos una especie de complicidad para hacer de aquellos 5 minutos, algo realmente entretenido, memorable, sobre todo considerando que se trataba de un espectáculo de ópera italiana.

Desde que la anunciaba por el micrófono, pasando por el momento cuando la invitaba, apoyada en mi brazo, a pasar al «escenario», hasta que la ubicaba frente a la audiencia, yo me conducía con gran pompa, como un auténtico presentador de fastuosos espectáculos musicales, y todas las veces la presentaba como si fuera la primera y la única vez.

Debido a que ella necesitaba apoyo para sostenerse en pie, una vez en la «palestra», yo me arrodillaba a su lado – lo más agachado posible – y colocaba mi mano en su espalda, a nivel de la cintura. Entonces, ella, al sentirse segura, asumía una postura erguida y elegante – a la que sumaba el movimiento de ambas manos, ahora libres – y se soltaba a cantar como toda una soprano.

En ocasiones amanecía con la voz muy débil, pero aun así – previa disculpa con su muy solidaria audiencia – estaba más que dispuesta a regalarnos su inspirada interpretación.

Definitivamente, tengo que agradecerle a aquel ángel cantarín por los incontables  momentos de alegría – para el espíritu, principalmente – que me deparó con su incomparable versión de «O sole mio». Hoy como entonces, para expresarle mi agradecimiento y mi admiración, le grito ¡Bravo, bravo, bravo!

La señora cascarrabias

En mi vida he aprendido que las personas de peor carácter generalmente son las que tienen más problemas existenciales. En los geriátricos y centros de cuidado diario donde trabajé, pude comprobarlo.

La protagonista de esta anécdota era una abuelita que constantemente solicitaba servicio y atención de los cuidadores. El problema es que lo hacía con mucha rudeza, sin mostrar ningún tipo de consideración hacia sus ayudantes. En ocasiones era tan áspera que podía infundir temor al personal. Obviamente, ella sentía algún tipo de satisfacción poniendo a sus cuidadores en esa situación de inferioridad.

No es extraño que, al trabajar con ancianos tan difíciles de manejar, los cuidadores, como humanos que son, sientan gran malestar, lo cual pudiera influir negativamente en su interacción con dichas personas. Pero como digo en la anécdota anterior, quienes nos dedicamos a cuidar adultos mayores debemos esforzarnos por atender a aquellos particularmente problemáticos con igual esmero. Aunque, en realidad, esa debería ser una actitud natural, no forzada.

Mi humilde consejo para los cuidadores más novatos (el blanco predilecto de esos viejitos irritables) es que, aunque, humanamente, sientan cierto temor al lidiar con personas tan difíciles, no permitan que ellas lo perciban. Se puede ser todo lo respetuoso y considerado posible sin sentir miedo. Antes de acercarse a ellas, ármense de valor; respiren profundo; sonrían y, muy importante, mírenlas directamente a los ojos. Después de todo, lo peor que puede pasar es que la persona les pegue un grito o arme un berrinche. Y, que yo sepa, de eso ningún ayudante se ha muerto todavía. 

Además – y con esto termino tan larga introducción a la presente anécdota – como cuidadores deberíamos estar en capacidad de entender que, uno, esos comportamientos hoscos pueden ser consecuencia de la avanzada edad; dos, ese anciano pueden haber tenido – y estar teniendo – una vida muy dura y, tal vez, está pidiendo con desespero, a gritos – literalmente – atención y cariño.

La abuela del cuento, aunque bastante lúcida a sus ochenta y tantos años, presentaba varios problemas de salud considerables, que la confinaban a su silla de ruedas. Y había una particularidad de su aspecto físico que, confieso, llegó a inquietarme cuando la vi por primera vez. Tenía las órbitas de ambos ojos sumamente ennegrecidas. Aunado a eso, tras conocerme, y en mi condición de recién llegado a ese geriátrico, ella no perdió tiempo en mostrarme su carácter atemorizante.

Felizmente, a pesar de que para ese momento yo era un novato cuidando ancianos, propiamente, la escuela de la vida ya me había enseñado cuál era la mejor «medicina» en esos casos: Una buena dosis diaria de amor. Yo tampoco perdí tiempo en aplicársela.

No fue fácil; tuve que «atacar» a aquella temible abuelita cascarrabias con toda mi «artillería pesada» de cariño, para contrarrestar sus «bombas» de iracundia. Pero como suelo decir yo – seguramente parafraseando algo que leí en alguna parte – el amor es como una varita mágica que vuelve bonito todo lo que toca.

Ciertamente, es muy beneficioso para alguien de mal carácter poder transformarse en una persona más afable; en todos los aspectos. Y puedo dar fe de lo tremendamente gratificador que es, también, para aquellos que contribuyen a que eso ocurra.

Para concluir el cuento, les pido, por favor, que borren totalmente de sus mentes la imagen, si se quiere desagradable, que les pinté de esta atribulada señora, y que la sustituyan por esta otra: Una abuelita que, apenas me veía, me hacía señas para que me acercara, con el fin de pedirme que la ayudara con algo, a lo cual yo respondía muy solícito, tomando sus manos entre las mías y besándoselas, recibiendo a cambio la más primorosa de todas las sonrisas del universo.

La «pandilla»

En uno de los hogares de cuidado diarios donde trabajé, había un trío de ancianos – dos mujeres  y un hombre – quienes, además de ser muy amigos, tenían en común que poseían un carácter difícil; había cierta hostilidad en su trato con el personal, e incluso con los demás viejitos. Eran algo así como los «chicos malos del barrio».

Se sentaban juntos permanentemente, en un extremo de su mesa, por lo que, cuando me tocaba atenderlos, durante la comida o alguna otra actividad, sentía que estaba internándome en el «Triángulo de las Bermudas». Las posibilidades de sufrir algún percance al adentrarme en esa «zona peligrosa» siempre eran muy altas.

Durante mis primeras dos semanas en ese centro, aquellos abuelitos rudos vieron en mí una presa muy apetecible; pretendieron hacerme blanco de sus hostilidades. Yo acepté el reto, y me preparé concienzudamente pare el «combate», con la confianza del que se sabe bien «armado».

El primero en rendirse ante mi ofensiva de atención y cariño fue el señor. Tenía un lado del cuerpo parcialmente paralizado, así que caminaba con bastante dificultad. Pero ese no era su principal problema; era sumamente orgulloso, así que había que medir muy bien hasta donde ayudarlo con sus actividades cotidianas, porque se sentía ofendido en su orgullo muy fácilmente.  Y cuando eso ocurría, su reacción podía ser en verdad fuerte.

Me gané varias reprimendas suyas, por tratar de ayudarlo más de lo necesario. Pero, mientras yo me adaptaba a su condición física y mental, el notó dos cosas, una, que si bien yo lo respetaba no le temía; dos, que mi intención de protegerlo y de servirle era genuina.

Créanme que con el tiempo llegó a ser uno de mis mejores amigos del centro. Conservo un par de notas que me escribió, contestando muy detalladamente unas preguntas que hice un día a todos los viejitos presentes sobre unos lugares turísticos del Tokio.

Un día, durante una conversación de sobremesa con una colega, le comenté que esa semana había notado la ausencia del señor. Ella se sorprendió mucho de que yo no supiera: Él había fallecido… Es cierto que en esta profesión en particular uno ve morir a ancianos con bastante frecuencia, por lo que termina acostumbrándose a esa realidad. Pero, aquella era la primera vez para mí. Hice un largo silencio, seguido de unas lágrimas. Y la veterana cuidadora, que inicialmente me había dado la triste noticia de manera si se quiere casual, al verme llorar no pudo contener su propio llanto.

En lo que respecta a las dos señoras, ellas tardaron un poco más que el señor en hacer amistad conmigo. Tras entender que no me asustaban; que su aspereza no hacía mella en mí, decidieron tratar de intimidarme burlándose de mi bajo nivel de japonés. Tampoco les resultó, porque yo sencillamente las ignoraba o actuaba de manera jocosa para neutralizarlas. Todo esto mostrándome  atento y respetuoso con ellas, en todo momento, por supuesto. Al final, también bajaron la guardia. Era sólo cuestión de tiempo.

Una de las dos abuelas no pudo soportar la muerte de su mejor amigo. A pesar de que parecía estar relativamente bien de salud, murió poco después del señor.

Me recriminé por no haber hecho más para confortarla tras la pérdida de su inseparable amigo del centro. Creo que tanto yo como los demás cuidadores debimos estar más atentos a sus síntomas de depresión. Me afectó mucho su muerte, por lo inesperada, y por que realmente pensé entonces que pudo haberse evitado. Murió de tristeza. Esa es la verdad.

Lógicamente, con la otra abuelita sí fuimos todos muy protectores; estuvimos muy pendientes de su condición. Ella perdió a sus dos inseparables compañeros en un tiempo muy breve, y era obvio que estaba sufriendo mucho. Pero, afortunadamente, logró superarlo. Ella percibía nuestros esfuerzos por consolarla, y lo agradecía con su actitud bondadosa hacia nosotros. En lo personal, yo agradecí mucho su tierna respuesta a mis cuidados.

Recuerdo a los tres con especial cariño, incluyendo la primera y difícil etapa de nuestra relación, porque fue parte importante del proceso para hacernos amigos, para que aquellos tres viejitos tremendos me aceptaran en su pandilla.

Actividades Sugeridas para geriátricos y hogares de cuidado diario 

Exhibición de fotos de los viejitos

Por primera vez en este proyecto, «Mis viejitos», dedicaré un aparte para hablar sobre algunas ideas personales, destinadas a brindar entretenimiento a los ancianos y, simultáneamente, para consolidar la actitud de respeto y consideración de los cuidadores hacia éstos.

En lo personal, desde la primera vez que trabajé en un asilo (los valientes que han seguido «Mis viejitos» desde el principio saben que comencé en esta profesión como aseador), hasta mi último día cuidándolos, siempre que veía sus fotos familiares o individuales experimentaba una sensación por demás grata.

En los geriátricos, podía ver las fotografías que algunos ancianos tenían sobre su mesita de noche o colgadas en la pared. En los hogares de cuidado diario, podía ver las que, de tanto en tanto, ellos mismos llevaban para mostrar a sus compañeros y al personal. Y como suele sucederle a todas las personas en esos casos, repito, me invadía un bonito sentimiento hacia los protagonistas de tan evocadoras imágenes.

En mis años de soltería (que fueron unos cuantos. Me casé a los 40), mi madre siempre me decía: «hijo no te vayas a unir a una mujer únicamente por un sentimiento de compasión, el verdadero amor encierra mucha admiración». Pero, ¿a dónde quiero llegar con esto? Seguramente, ya vieron la conexión.

Cómo es lógico – y absolutamente valedero – una marcada sensibilidad, expresada en la compasión y la solidaridad hacia los ancianos, es la razón fundamental que mueve a un cuidador a dedicarse a tan noble profesión. Y podríamos decir, sin temor a equivocarnos, que es razón suficiente.

Esa sensibilidad, por sí sola, poder ser la fuente de un excelente desempeño como asistente de adultos mayores, sin duda. Lo que ocurre – en mi modesta opinión – es que, sin proponérnoslo, pudiéramos terminar percibiendo a los ancianos como personas, que, al depender de nuestra ayuda en gran medida, son «inferiores» a nosotros.

Aunque es cierto que para el momento cuando se encuentran bajo nuestro cuidado, comparados con nosotros están física y mentalmente están en inferioridad de condiciones, es bueno tener siempre presente – sin importar cuan obvio parezca – que todos esos abuelitos algunas vez fueron niños, adolescentes y adultos llenos de energía y ganas de vivir, quienes llegaron a ese punto del camino tras una larga vida de triunfos y derrotas, pero una vida pletórica de experiencias, al fin. Y allí es donde entra el asunto de las fotografías.

Considero que ver fotos de los viejitos a nuestro cuidado nos hace percibirlos de manera distinta, más favorable, si se quiere. En esos casos, podemos apreciar diversos instantes de sus vidas, cuando eran más jóvenes; muy probablemente sonreídos, bien ataviados; tal vez en la compañía de familiares o seres queridos; quizás en lugares interesantes. Eso, insisto, puede llevarnos a profesarles incluso mayor respeto y admiración.

Dicha actividad encierra otros beneficios. Es una excelente excusa para compartir con los ancianos y conocerlos mejor. Además, es, en cierta forma, terapéutico para ellos. A todos nos pasa que ver nuestras mejores fotos del pasado nos produce una sensación muy placentera, entre otras razones porque nos levanta el ánimo; nos sube la autoestima.

En definitiva, son varias y muy buenas las razones para alentar a los ancianos a que compartan sus fotos con nosotros los cuidadores y con sus compañeros.

Curiosidades: Anécdotas mías

Creo en la existencia de «energías superiores» (buenas y malas), o «almas», que tendrían influencia sobre la vida de nosotros los mortales. Pero no creo en esas cosas porque haya visto alguna aparición ni nada por el estilo, sino por situaciones inexplicables que se me presentan de tanto en tanto. Hoy les relataré algunas de ellas, ocurridas en varios de los hogares de ancianos donde trabajé.

Tengo una teoría que he podido comprobar en la práctica: Existen seres humanos quienes, además de tener un gran parecido físico con otras personas, también se parecen mucho a sus «dobles» en la personalidad.

En el primer geriátrico donde trabajé – como obrero de limpieza – entre mis colegas aseadores había una mujer de mediana edad, que me recordaba muchísimo un tío mío, hermano de mi difunto y amado padre, y muy parecido a él. Lo más curioso es que además de tener rasgos faciales y personales muy similares a los de mi pariente – caracterizado por ser muy jovial y risueño – aquella señora era de contextura delgada como éste; tenía la voz bastante grave para ser mujer, y, de paso, ¡llevaba cabello corto! Una «fotocopia» del tío paterno, pues; su hermana melliza, pero asiática.

Huelga decir lo agradado que me sentía yo siempre que estaba en presencia de esa compañera de trabajo. ¡Era como si estuviera viendo a mi tío! lo que a su vez me recordaba a mi padre…

Ahora bien, ¿por qué tendría que ocurrirme algo así tan raro? En mis particulares y muy modestas creencias, esa sería una de las formas que usarían las «energías superiores» para manifestarse ocasionalmente e influir sobre mi vida diaria. Por ejemplo, podría ser una jugada del alma de mi padre para hacerme compañía. Se habría valido del impresionante parecido de esa mujer con mi tío para hacer más llevaderos mis primeros meses de aquel exigente trabajo, y así poder aguantar hasta haber logrado el nivel suficiente de japonés para dar mi siguiente paso.

¿Les parece interesante? Bueno, me ocurrió lo mismo en el siguiente centro de cuidado diario (aquí, ya como cuidador de ancianos). Pero esta vez, las energías se buscaron a una abuelita idéntica a una tía mía fallecida ya hace algunos años, ¡hermana de mi padre, también!

¿Recuerdan que anteriormente les hablé de algunos ancianos «angelicales» que he cuidado? Esa viejita pertenece a ese grupo «celestial»; sencillamente encantadora. Tanto ella como mi entrañable tía paterna están entre las mujeres más dulces, cálidas y protectoras que he conocido en toda mi vida.

Imagínense cómo podía sentirme yo en presencia de aquella anciana, de por sí adorable,  tan parecida en todo a mi tía, otro ser maravilloso. Me sentía derretido.

Hay un caso más. Me ocurrió en el último centro de cuidado diario donde laboré antes de dedicarme a cuidar a personas con necesidades especiales. Una de las usuarias se parecía a otra de mis tías paternas… ¡se los juro!

Hago un paréntesis para aclarar que no me interesa convencer a nadie de la veracidad de las historias aquí narradas. Obviamente, sería chévere que me creyeran, pero eso tendrán que decidirlo Ustedes.

Mi primer día de trabajo en aquel centro, cuando conocí a la señora en cuestión, inmediatamente percibí algo bastante familiar en su aspecto y, curiosamente, en su voz. Sólo necesité un segundo para descubrir que se parecía a esa otra hermana de mi papá.

Como digo al principio, para mí en el mundo hay personas que, sin tener ningún parentesco, tienen aspecto y personalidad similares. Pero, que además tengan la misma voz (que es algo tan propio) ya es demasiado, ¿no les parece? Por cierto, esta otra hermana de mi papá (una mujer muy religiosa, servicial y en extremo sacrificada) posee una voz muy particular… De hecho, al ver a aquella abuelita, y al oírla hablar, un escalofrío me recorrió el cuerpo.

Insisto, apreciados lectores,  no tienen que creerme, pero, partiendo de que yo esté diciendo la verdad, ¿cómo se explica que en tres centros diferentes me haya conseguido a estas tres señoras tan parecidas a tres hermanos de mi papá? Aquí no hay casualidad posible.  A falta de una explicación terrenal lógica, me atrevo a sugerir que el alma de mi padre, en su afán de hacerme sentir acompañado y protegido, de vez en cuando me juega esas travesuras…

Mi novia

Si bien es cierto que un buen cuidador debe dispensarle la misma atención esmerada a todos los ancianos a su cargo, también es muy cierto que, como humanos que somos, habrá unos que nos agraden más que otros. Pero, insisto, esa humana condición no debe llevarnos a dar un trato preferencial a aquellos abuelitos que nos simpatizan más, o viceversa. Debemos brindarle a todos el mismo cuidado amoroso y profesional.

La presente anécdota requiere tal introducción, porque se refiere precisamente a una abuelita nonagenaria muy tremenda y juguetona conmigo (posiblemente ya esté en el «Cielo» haciendo diabluras),  con quien llegué a encariñarme mucho. Tuvimos una complicidad muy divertida.

Comenzaré diciendo que tanta picardía femenina en una anciana tan mayor me agarró totalmente por sorpresa. Debo agregar, además, que cuando se molestaba con el personal se volvía iracunda, violenta. Pero, rápidamente descubrí que sus arrebatos de violencia se debían a un carácter muy fuerte que no toleraba negligencia ni malos tratos de parte de los cuidadores. Ancianos así pueden llegar a ser muy incómodos para algunos empleados, quienes, al no tenerles paciencia – ni suficiente respeto, debo decirlo – eligen tratarlos con rudeza provocando la ira en éstos.

Como a las dos semanas de haberla conocido, en una oportunidad me guiñó el ojo en respuesta a mi saludo. No pude contener la risa. Realmente me alegró el día. Entendí rápidamente que, aunque de fuerte personalidad, era una mujer muy amigable y dada a bromear – sanamente – Y ese día predije que nos íbamos a divertir mucho juntos.

A veces, por ejemplo, mientras hablábamos sentados frente a frente en la mesa, yo aprovechaba un pequeño descuido de ella para agacharme velozmente y sujetarla por ambos pies. Su grito de sorpresa, su risa altisonante, y su posterior gesto de enojo fingido,  levantando el puño en señal de venganza, me hacían reír a carcajadas. Todavía hoy, al recordarlo me río mucho.

Esas situaciones tan cómicas y relajantes entre los dos se repetían a diario, especialmente cuando me tocaba encargarme de ella.

Una vez, tras ayudarla a incorporarse en la cama y a sentarse en el borde, mientras yo me encontraba de cuclillas colocándole las pantuflas, ¡me golpeó con su pie mis partes blandas! Mi acción refleja fue saltar como una rana, violentamente. Me reí tanto por aquel sorpresivo y magistral ataque que tuve calambres abdominales. Desde ese momento supe que siempre que estuviera cerca de aquella astuta bromista tenía que estar muy alerta y en guardia.

Por conocer ese lado tan afable y divertido de aquella anciana más bien intransigente, y por la estrecha relación que, en tan corto tiempo, había desarrollado con ella, me molestaba mucho cuando, al negarse rotundamente a obedecer a colegas impacientes y bruscos, éstos trataban de someterla rudamente, mediante el uso excesivo de la fuerza. Yo estaba convencido de que esos forcejeos – en ocasiones bastante violentos, y peligrosos tanto para ella como para esos cuidadores –  eran innecesarios, podían evitarse. Y la mejor prueba de ello era que, a pesar de que de vez en cuando también se mostraba irritable conmigo – una vez amenazó con pegarme en la cara y otra me arañó levemente un brazo – nunca tuve necesidad de recurrir a la fuerza física para controlarla.

En varias oportunidades, le manifesté mi desacuerdo y mi malestar a los colegas que «peleaban» con la anciana rebelde. Permítanme extenderme algo más en este particular. Creo que es una discusión provechosa. Para ello me referiré a un par de situaciones violentas entre esta abuelita rebelde y algunos de sus cuidadores. Posteriormente, para finalizar con este segmento, les contaré más situaciones divertidas entre ella y yo.

En mis primeros días en aquel trabajo, cuando aun no conocía bien  a esta aguerrida abuelita, un vez que ella estaba siendo atendida dentro de su habitación, a puertas cerradas, por un colega – con varios años en ese  centro – de pronto la escuché quejarse duramente, profiriendo unos gritos muy fuertes. Tanto que me alarmé. Para aquel entonces ya yo tenía unos tres años de experiencia trabajando con ancianos, y era la primera vez en todo ese tiempo que veía a uno de ellos reaccionar tan coléricamente a las acciones de un cuidador.

Para mí resultó obvio que aquella era una situación violenta, y que ambos estaban forcejeando fuertemente.

Debo explicar que, en mi condición de recién llegado a aquel hogar de reposo, no era mucho lo que podía haber hecho yo en ese caso en particular. Uno porque, siendo el más nuevo ahí (y en período de prueba), hubiera sido visto como una ofensa para mi superior que yo irrumpiera en la habitación para ver que estaba pasando. Dos, yo no tenía suficiente información ni sobre la anciana ni sobre el cuidador en cuestión, lo cual me impidió hacerme una idea clara de lo que estaba ocurriendo, para poder juzgarlo debidamente.

Con estas razones no quiero justificarme. solo quisiera que, normalmente, en Japón, producto de una acentuada obediencia social, la relación entre superiores y subordinados es bastante vertical, y las empresas tienen mucho poder sobre sus empleados.  Aunado a eso, culturalmente hablando, para los japoneses es sumamente importante la armonía en las relaciones personales – y por ende laborales – y tratan de mantenerla a toda costa.

Lógicamente, me pasó por la mente entrar en la habitación a ver que pasaba, pero a decir verdad temí que el hacerlo me costara aquel el empleo. Valga acotar que, por ser extranjero y por mis limitaciones en el idioma, para mí es mucho más difícil conseguir trabajo que para un cuidador local.

De todas maneras, no tengo excusas. En retrospectiva, y aun con tantas razones para mi inacción de aquel día, siento que debí haber sido menos prudente y más valiente. Lo que sí hice fue reportarlo con la superioridad. Además, en mi descargo, deben saber que  varios meses después de aquel incidente, un día conseguí al mismo colega tratando bruscamente a otro anciano, aplicándole fuerza física excesiva. Pero esta vez, ya conociendo suficientemente al personaje, entré rápidamente a la habitación y lo encaré pidiéndole explicaciones por lo que hacía. Acto seguido, fui a buscar a la jefa del centro y ahí mismo delante de todos lo denuncié. Al poco tiempo, me cambiaron a otro centro,  de la misma empresa. Al menos no me botaron…

Pero, volviendo al caso de mi amiga la juguetona, no era uno sino varios cuidadores quienes, ocasionalmente la trataban con rudeza. Una vez, después de la cena, entraron dos cuidadoras experimentadas con ella a la habitación. Inmediatamente entendí que era para sacarle la dentadura postiza entre las dos.  Esa era una de las cosas que más nos costaba a todos y, frecuentemente, se requería a dos personas para hacerlo.

Había oportunidades en las que resultaba muy fácil; Inmediatamente después de terminada la cena, estando aun sentada en la mesa, a nuestra petición de que nos diera la dentadura, ella abría su boca muy dócilmente y nosotros se la retirábamos sin ningún problema. Otras veces, incluso, siguiendo nuestras instrucciones, la impredecible anciana se sacaba el puente solita y lo metía dentro del recipiente respectivo.  Pero, la más de las veces, repito, era una operación complicada; era prácticamente imposible determinar cuándo sería fácil y cuándo sería difícil; era una lotería.

Lo cierto es que esa vez en particular, cuando vi a las dos cuidadoras llevarla a la cama juntas,  los gritos de la combativa abuelita resultaron inusualmente fuertes, lo cual indicaba que la estaban sometiendo con mucha fuerza también, y que ella estaba reaccionando violentamente, como era de esperarse en su caso.

Al poco rato, una de las mujeres salió de la habitación apurada y con cara de preocupación. Le pregunté si podía ayudar en algo, y cómo dejó la puerta abierta, entré a ver qué había pasado y a darles una mano en caso de que me necesitaran.

Resulta que la anciana tenía ambas orejas manchadas de sangre; tenía ambos lóbulos rotos. ¡Ambos!

Aunque mi primera impresión fue muy negativa, y me sentí muy contrariado, por supuesto, el hecho de que mi amiga luciera increíblemente tranquila – una vez extraída la dentadura y concluido el violento forcejeo volvió a la normalidad, como si nada hubiera pasado – me hizo calmarme rápidamente, y les pregunté a mis dos superioras, tratando de sonar lo más casual posible, cómo había ocurrido aquello. Su vaga respuesta fue que ellas mismas no tenían muy claro cómo pasó… ¡Aunque Usted no lo crea! Como en la mundialmente famosa serie de Robert Ripley.

Por cierto, la hija de la anciana en cuestión era bien conocida por nosotros, ya que acudía al centro con frecuencia para ayudarnos en el cuidado de su madre. Ella sabía lo brava que era su progenitora, y que ocasionalmente tenía aquellos altercados con el personal, pero aun así, yo, como empleado del centro, tras aquel incidente en particular, me sentí muy avergonzado con la hija por el proceder – en mi opinión errado – de mis dos colegas. Valga acotar que, para ese entonces, entre aquella señora yo había surgido una relación bastante cordial, producto, a su vez,  de mi relación especial con su anciana madre.

A la primera oportunidad, le expresé mi preocupación a una de nuestras jefas, la segunda al mando, quien me dijo que la hija de la temperamental anciana, por conocer bien el fuerte carácter  de su madre, ya estaba acostumbrada a esas situaciones. Yo le respondí que, de todas formas, era incorrecto y era malo para el ancianato que la abuelita presentara lastimaduras con tanta frecuencia.

La hija (quien también había trabajado cuidando  ancianos), que tenía una amistad de años con la directora del centro, y que siempre se mostraba muy amigable y atenta con todo el personal, no era tonta. Ella tenía que saber que estábamos siendo innecesariamente bruscos con su madre; que los forcejeos violentos podían evitarse o, al menos, disminuir, tanto en frecuencia como en intensidad.

Pero, volvamos a las anécdotas divertidas con «mi novia». Como menciono más arriba, llegó un momento en que yo tenía que estar siempre en guardia al acercármele; ella a sus casi noventa años y yo a mis cincuenta parecíamos dos adolescentes revoltosos. Pero, sus acciones no siempre constituían ataques sorpresa, también hacía cosas sencillamente muy pero muy ocurrentes, divertidas que me mataban de risa.

Imagínense: A veces, antes o después de sentarse en el inodoro, cuando ella permanecía de pie sujetada a la barra de apoyo, y yo me ubicaba detrás de ella para sujetarla mientras le colocaba/quitaba el pañal, la muy traviesa giraba su cara un poco hacia atrás para acercarla a la mía, esbozando un beso. Pero, otras veces, se aprovechaba de la situación para extender la mano hacia atrás rápidamente y ¡tocarme por donde ya saben! Mientras me hacía cualquiera de aquellas diabluras ponía una cara de fingido romanticismo tan pero tan cómica que yo lloraba de la risa.  (Continuará)