(Escrito mío, publicado originalmente en Junio de 2010)
Así dice una canción mundialmente famosa del difunto cantautor argentino-platense Facundo Cabral. Y continúa: «no tengo edad ni porvenir, y ser feliz es mi color de identidad”. Pero no es de esa joya musical – y filosófica – que hablaré hoy. Sólo me robé la frase como punto de partida de este escrito.
Recuerdo que cuando niño yo estaba convencido de que mi país, Venezuela, era mejor que los demás países del mundo, en todos los sentidos. Conclusión ésta muy lógica teniendo en cuenta mi ignorancia de entonces en materia internacional. En mi limitada visión infantil, mi país era el más grande, bonito, moderno, próspero; el más chévere, en definitiva.
No hay nada de particular en eso. Nos pasa a todos los niños. Y a medida que vamos creciendo, crece nuestro conocimiento de otras latitudes, y también nuestra modestia, en el contexto mundial. En términos matemáticos diríamos que a mayor información sobre el mundo, menor es nuestro etnocentrismo. Es una relación inversamente proporcional. Pero esta no es una ley absoluta, sino una teoría relativa, porque bien podemos envejecer creyéndonos “más” que otros pueblos y sus culturas. Y como hemos sostenido reiteradamente, una actitud etnocentrista muy acentuada disminuye signifcativamente los potenciales beneficios de nuestras relaciones interculturales, con nuestros similares latinoamericanos y de otras regiones.
Mi infancia y adolescencia transcurrieron durante los años de “la Venezuela saudita”, cuando nos situamos entre las economías más robustas del continente, convirtiéndonos en una especie de “Meca económica”, para cientos de miles de hermanos de la región en busca de mayores oportuniades. Entonces, como es la norma en estos procesos migratorios, la gran mayoría de nuestros huéspedes llegaban para desempeñarse en las labores más modestas dentro de la escala socio-económica venezolana. Era muy común, por ejemplo, que las familias de clase media y alta emplearan a inmigrantes de países vecinos como personal doméstico. En mi propio hogar, esa costumbre se mantuvo por muchos años. Aunque, después, cuando se nos esfumó en el aire la burbuja económica, a los venezolanos nos correspondió también ir a tocarle la puerta a nuestros vecinos.
Pero lo que quiero resaltar es que a pesar de las enseñanzas familiares de respeto y amor hacia nuestros semejantes, mi reducida percepción del mundo y de la vida en general me hacía tomar erróneamente el factor económico como único parámetro para compararnos con otras naciones hermanas. Sólo con el tiempo, fui observando y aprendiendo que nuestros países vecinos y todos los que pueblan la tierra son grandes y valiosos por igual, sin indicadores estadísiticos que valgan.
Para mí, la experiencia japonesa ha sdio determinante para combatir cualquier resabio etnocentrista que pueda quedarme, y para reforzar convicciones de igualdad y fraternidad con todos los pueblos latinoamericanos. Es normal que de tanto en tanto yo todavía incurra en generalizaciones cultrales banales, pero procuro estar cada vez más alerta ante cualquier asomo de etnocentrismo, enfocándome en las muchas virtudes de esos países amigos, en aras de una relación intercultural cordial y fructífera.
En Japón, he compartido muchas experiencias importantes con latinos de distintas nacionalidades. Desde arduas tareas físicas en la fábrica, hasta actividades educativas en la universidad. Y en la parte artística específicamente he sido mexicano, peruano, colombiano y cubano, por ejemplo. ¡A mucha honra! Además, me jacto de tener buenas amistades de cada rincón de Latinoamérica.
Hoy en día, cuando pienso en la palpitante comunidad latinoamericana de Japón; en sus venturas y desventuras, siento que pertenezco a ella realmente; siento – como dice la canción – que no soy de aquí, ni soy de allá, y que con todo lo que amo a mi madre patria Venezuela, me fundiría sin dudarlo con todos y cada uno de los hermosos pueblos que conforman nuestra gran América Latina.
En países como el nuestro, las fuerzas armadas tradicionalmente han gozado de mucho prestigio, autoridad y, sobre todo, poder. Fuera de los cuarteles, en sus respectivas comunidades, incluso los soldados rasos son prácticamente venerados por muchos de sus vecinos civiles. Esto hace que un buen número de uniformados, desafortunadamente, abusen de ese privilegio socio-cultural, sacando provecho personal, injusta y descaradamente.
Valga mencionar que yo estudié los 5 años del bachillerato en un internado castrense y, aunque era sólo un adolescente, pude experimentar en carne propia el trato deferente generalizado que recibe quien porta un uniforme militar.
Abro un paréntesis para decir que en todos estos años de dictadura narco-genocida venezolana, adicionalmente, los militares son percibidos por la ciudadanía como elementos abusivos, corruptos, dañinos, peligrosos. Algunos de ellos, de hecho, son capaces de cometer crímenes atroces contra sus conciudadanos.
Volviendo al relato, mi difunto padre – quien se retiró de su amada y otrora honorable Guardia Nacional con el grado de coronel – fuera de los cuarteles era el más civil de los civiles.
Cuando se encontraba fuera de servicio, procuraba vestirse de paisano lo más posible (con la excepción de eventos socio-familiares muy especiales, como su casamiento y los 15 años de su hija, claro está). Con los años entendí que, entre otras razones – como su seguridad personal, por ejemplo – lo hacía para no recibir trato preferencial en determinadas situaciones, tales como diligencias cotidianas.
Sus sólidos principios sobre no abusar de la investidura castrense nos fueron inculcados a sus hijos, huelga decirlo. Recuerdo bien cuando, siendo yo adolescente, me pidió que nunca me valiera de su condición de oficial de la GN para obtener beneficios, y me recalcó: «Si algún día, por voluntad propia, cometes alguna falta – incluso si amerita cárcel – no esperes que yo te salve. Como el hijo de un oficial de las fuerzas armadas que eres, yo espero que tú des el ejemplo».
Aprovecho para disculparme con él, a 20 años de su partida, por no haber sido el más ejemplar de los primogénitos de un militar. Y en relación a la cárcel, sí la visité una vez… pero sólo por un par de horas, por permanecer con mis amigos en un bar de mi localidad, hasta las 7 de la mañana, haciendo más bulla de la permitida.
Otra de las instrucciones expresas que me diera mi padre tenía que ver con los funcionarios policiales o militares corruptos: «Hijo, nunca le des dinero a un funcionario para que te exonere de una multa o lo que sea, ¡sobre todo a un Guardia Nacional!»
Aquí, me es preciso acotar que, sólo en tres oportunidades de toda mi existencia, tuve que decir a los funcionarios de turno (policías y Guardias Nacionales aeroportuarios) que mi progenitor era coronel de la GN, y lo hice porque en esas tres ocasiones fui acusado falsamente, e incluso sentí que mi seguridad personal estaba en peligro. Afortunadamente, decirlo me salvó de ser chantajeado y, muy posiblemente, lastimado.
En cuanto al arma de reglamento, por ejemplo, recuerdo que era práctica común entre militares «llevar encima la pistola», estuvieran o no uniformados. Pero, relativamente temprano en su vida castrense, mi papá decidió no andar armado en la calle. Uno, porque – como me explicaría mi mamá – él entendió que su personalidad temperamental y las armas eran una pésima combinación; dos, porque no le parecía necesario, sencillamente.
Sólo una vez, en todos mis años junto a mi padre, recuerdo haberlo visto poniéndose la pistola en el bolsillo, pero sólo como medida preventiva.
Yo tendría unos 6 años de edad. Vivíamos en una zona del Oeste de Caracas, originalmente concebida como una bonita urbanización de pequeños edificios residenciales, rodeados de eucaliptos, y con vista a unos verdes cerros, los cuales fueron convirtiéndose aceleradamente en áreas marginales.
Según me explicarían mis padres, algunos jóvenes habitantes de los cerros más cercanos, esporádicamente bajaban en grupo hasta nuestra urbanización, con el fin expreso de cometer fechorías.
El día que vi al entonces «teniente La Rosa» calzarse su revólver y salir a la calle, fue precisamente en una de esas inesperadas e indeseadas ocasiones. Afortunadamente, no hubo hechos que lamentar. Sólo alcanzo a recordar que algunos residentes de nuestro sector comenzaron a alertar, a gritos, sobre la inminente venida de un «grupo grande de gente del cerro».
Tras ordenarnos a nosotros que nos pusiéramos a buen resguardo dentro del apartamento, y pedirle a los vecinos que se metieran en sus casas, mi papá salió a la calle con su arma, y se ubicó en un buen punto de observación, detrás de un pequeño muro. Al parecer, el grupo o se dispersó o se fue en otra dirección, ya que, por suerte, no se presentó en nuestra urbanización.
Los militares retirados tienen la potestad de uniformarse en ocasiones especiales, pero, tras su retiro, mi papá nunca más lució el uniforme. No porque no le gustara. Al contrario, siempre lo portó con mucho orgullo (y gallardía, hay que decirlo. felizmente conservo recuerdos fotográficos). Sencillamente, no lo creyó necesario.
Siempre admiré la entrega de mi papá a su profesión de soldado. No obstante, también valoré grandemente su decisión de dejar el uniforme y el arma sólo para los cuarteles; de ser un militar muy civil.
(Nota: Estimados Soleros de Japón, Venezuela y el mundo entero, este escrito mío es un «refrito» – como decimos en Venezuela – de febrero de 2008. El video se lo agregué en 2013).
A los 19 años – es decir hace 28 – cumplí un sueño de mi adolescencia: ir a unos carnavales de EL Callao, pueblo suroriental de mi país, Venezuela, famoso por sus minas de oro y sus vibrantes fiestas carnestolendas. De hecho, recuerdo que al momento de emprender el viaje, ciertamente me sentí como un explorador en busca de oro, con la diferencia de que mi anhelada mina dorada era el propio pueblo de El Callao, con el invaluable tesoro de su gente y su carnaval.
Ese viaje (que hoy en día bien podría entrar en a denominación de «etnoturismo», «turismo cultural», «turismo del folclor», etc.) ha sido una de las mejores aventuras de toda mi vida.
Y es que, como toda auténtica odisea, tuvo de todo: emociones, sorpresas, satisfacciones y, por supuesto, alguno que otro percance, el primero de los cuales, por cierto, se presentó cuando le pedí a mis padres apoyo financiero para mi peculiar plan vacacional.
Mi difunto padre, salvo las advertencias y los consejos de rigor, no se opuso. A pesar de haber sido «aquietado» por las obligaciones familiares y castrenses, tenía corazón de aventurero (para ser militar hay que tenerlo, en cierta forma ), por lo que se identificaba fácilmente con mis juveniles sueños de aventura.
Mi madre, en cambio, se negó a financiarme la carnavalesca excursión. Y no es que a ella no le gustara viajar y aventurar (el deseo de nosotros sus 3 hijos de conocer lugares distantes y sus culturas en parte se lo debemos a ella, promotora y organizadora de todos nuestros viajes familiares), sino que temía realmente por mi seguridad. Y su maternal preocupación era razonable. En esa época, el recorrido por tierra desde mi ciudad, San Antonio de Los Altos, hasta El Callao era de unas 18 horas, incluidos no pocos tramos peligrosos, algunos de los cuales yo tendría que transitar de noche. Adicionalmente, iría pidiendo aventón («pidiendo cola», en venezolano), para ahorrar dinero. Y, por si fuera poco, no tenía la menor idea de donde me alojaría. Pero, como es de suponerse, a mis 19 años y ante mi gran expectativa por la emocionante experiencia (especialmente la tremenda fiesta) que me aguardaba, esos eran detallitos sin importancia.
Pero, al final la convencí. todavía recuerdo mis argumentos: «mamá, yo se que el problema no es financiero. No quieres darme el dinero porque temes que me pase algo malo, y te entiendo. Pero recuerda que pasé 5 años en un liceo militar, desde los 12 hasta los 17, bastante lejos de ustedes, teniendo que arreglármelas solo y, en vacaciones, a veces pasaba hasta dos meses sin verlos. Además, si yo tuviera el dinero, no necesitaría tu autorización para ir a El Callao o a cualquier otra parte». Me dio el dinero. Eso sí, humedecido con algunas lágrimas y acompañado de muchas bendiciones.
La odisea del mochilero
Por esas casualidades de la vida, la primera cola me la dieron mis inseparables amigos de parrandas, quienes, de hecho, días atrás me habían invitado a pasar esos carnavales en un pueblo costero del oriente venezolano. Yo estaba parado con mi dedo extendido, a la salida de San Antonio, y ellos iban pasando en una caravana como de 5 carros, rumbo a la playa.
Nos alegramos mutuamente por tan grande casualidad, ya que así podíamos compartir al menos 3 horas de camino. Tiempo durante el cual, por cierto, hicieron lo imposible por hacerme desistir de mi idea. Algunos, incluso intentaron emborracharme dándome cervezas y otras bebidas, pero no lo lograron. Yo estaba resuelto a cumplir mi objetivo. Claro que mis amigos sabían de EL Callao y sus carnavales, pero no les atraía gran cosa por no ser un pueblo costero, fundamentalmente. Sobre todo mis amigos varones no entendían que yo prefiriera ir a un lugar sin playa, arena y mujeres en bikini, jajaja.
Quisiera hacer un paréntesis para decir que en esos años (no sé si ahora es igual) muchos jóvenes venezolanos teníamos la mala y peligrosa costumbre de consumir bebidas alcohólicas al conducir, lo que podía ponernos en situaciones de gran peligro. Por ejemplo, el amigo que me dio aquel aventón para salir de San Antonio iba «alegre» por un par de cervezas que se había tomado, !y de pronto se puso a lanzar fuegos artificiales dentro de los túneles! Incluso, llegó a detonar uno justo cuando iba adelantando a un autobús… Tuve que advertirle duramente que me bajaría a la menor oportunidad, para que dejara de tomar y de hacer esas estupideces tan peligrosas. Esos instantes no fueron nada divertidos. Por el contrario fueron de mucha tensión para mí. Así que pido encarecidamente a los jóvenes que lean esto, que por favor no cometan las mismas imprudencias que nosotros cometimos; que no corran riesgos innecesarios.
Finalmente, la caravana llegó al punto donde yo debía bajarme. Mis amigos, se resignaron a dejarme proseguir mi camino, solo, no sin antes advertirme por enésima vez de lo que me iba a perder, y desearme mucha suerte, que según ellos necesitaría bastante por esa loca ocurrencia mía.
A partir de es momento, !me dieron unos 16 aventones! es decir cambié de vehículo 16 veces. Siempre particulares. Sólo un vez, para un desplazamiento interurbano, en Ciudad Bolívar tuve necesidad de usar transporte público, una buseta.
Lógicamente, me es imposible recordar los detalles de todos esos momentos, en tantos carros distintos, con tantos conductores distintos. Sólo guardo algunos pocos recuerdos. Por ejemplo, el señor de cierta edad que cantaba canciones alegres para no dormirse; el conductor de una gandola gigantesca de la industria siderúrgica, a quien le saqué el dedo pulgar en plena autopista, por pura diversión, sin pensar que aquel monstruo de camión se detendría realmente para llevarme. Pero lo más interesante es que el tipo, al aproximarse a la entrada de la empresa, puso el camión en marcha lenta, y sin detenerse aprovechó para lavarse la cara, los brazos, el cuello y el torso con la ayuda de una toalla que humedecía en un recipiente de agua colocado al lado de su asiento. El inmigrante español que me contó las venturas y desventuras de su familia durante la guerra civil española. Y el minero brasilero que me narraba sus peripecias en las minas de oro, hablando muy muy rápido, en portugués, creyendo que por mis frecuentes «mhum» yo le estaba entendiendo todo perfectamente.
Todos ellos y los muchos otros que no alcanzo a recordar, con las historias de su vida y las preguntas sobre la mía hicieron el viaje aun más interesante. Siempre les estaré sinceramente agradecido por su gentileza de llevarme y por su entretenida conversación.
Mi descubrimiento de El Callao
Por fin llegué a El Callao, mi mina de oro. Era media mañana, y me sentía francamente cansado; tenía muchísimo sueño. Si a las horas en el camino propiamente, le sumamos el tiempo de espera entre cola y cola (a veces horas), pasé más de un día sin dormir. Así que mi prioridad máxima era conseguir alojamiento para dormir unas cuantas horas, «recargar las baterías» y estar como nuevo para esa primera noche de rumba de carnaval.
Pero había un pequeño problema:En El Callao las posadas ya estaban todas repletas; no quedaba ni siquiera una cama disponible para mí. Pero los atentos posaderos me aseguraron que en el pueblo contiguo, Guasipati, si conseguiría alojamiento. Ni modo. Me subí a uno de los autobuses que cubrían esa ruta y fui a buscar donde dormir.
En Guasipati encontré mi tan anhelado aposento. Pero no fue muy fácil que digamos. Era bastante mas modesto de lo yo tenía en mente; rudimentario, para ser mas exactos (y que conste que en ocasiones puedo llegar a extremos de faquir), pero el cansancio y mi deseo disfrutar aquellos carnavales me hicieron aceptarlo gustoso.
Recuerdo como si fuera ayer que la que la cama litera tenía tabla por jergón y una colchoneta delgadísima por colchón. Pero, esa mañana y las dos siguientes me acosté tan pero tan cansado y somnoliento, que para mi aquella «tabla» fue realmente como el lecho de un rey.
Pero eso no es todo. El baño quedaba considerablemente lejos del dormitorio (que consistía en un espacio dentro de la casa, convertido en pequeños cubículos hechos con tabiques muy delgados, por lo que a ratos parecía que la persona de al lado estuviera durmiendo en la misma cama con uno), y uno mismo tenía que cargar una cubeta de agua, aproximadamente 50 metros, hasta la letrina.
Permítanme aclarar que no es mi intención criticar – mucho menos ridiculizar – las condiciones de aquel alojamiento. Sus humildes y hospitalarios posaderos, dentro de sus posibilidades, sencillamente ofrecían una opción muy económica – y por lo tanto muy modesta -a quien la necesitase. Mi otra única opción era dormir en un banco en una plaza (aunque me parece recordar que todos estaban ocupados también), a la intemperie. Así que, gracias a ellos, al menos pude descansar debidamente durante el día, a buen resguardo, lo que me permitió disfrutar plenamente de la diversión carnestolenda nocturna.
La fiesta del carnaval
Durante los 3 días y las dos noches del Carnaval,es posible disfrutar todo tipo de actividades alusivas a tan colorida fiesta tradicional, literalmente de sol a sol. Generalmente, las diversiones matutinas y vespertinas están más orientadas a la familia en general; tienen un carácter más cultural, si se quiere. Entonces, pululan los niños con sus vistosos disfraces, y es común que en los desfiles las diversas comparsas incluyan, junto a sus emblemáticas madamas, atractivas bailarinas, temibles diablos y mediopintos, a los pequeños, especialmente niñas, quienes, escoltadas por sus más experimentadas compañeras, ya comienzan a responder hermosamente al estímulo del muy enérgico, alegre y contagioso calipso. Es el mágico y constante proceso de renovación de una tradición centenaria. Así ha sido – y será, Dios mediante – por muchas generaciones.
Posiblemente, muchos de aquellos niños que vi ya hace tantos años sean, actualmente, esmerados cultores y organizadores de sus carnavales. Los pequeños diablitos tal vez, hoy en día sean curtidos músicos de las agrupaciones de calipso o percusionistas de las comparsas o artesanos de máscaras o promotores culturales… las princesitas danzarinas tal vez hoy en día sean elegantes madamas o diosas del baile o cantantes o hacedoras de disfraces… o a lo mejor todos esos pequeñines que vi hace 28 años hoy en día sencillamente sean parte del público que con su permanente y valiosa presencia, año tras año, contribuye a mantener viva esa maravillosa manifestación cultural.
La celebración nocturna es otra cosa. A partir de las 6 de la tarde, y a medida que avanza la noche, la atmósfera se torna más fiestera, más permisiva. Es el momento esperado por la gente grande para entregarse de lleno – «hasta que el cuerpo aguante» – al disfrute del calipso, que con su estimulante musicalidad puede incluso provocar en muchos asistentes el desborde de pasiones…
Como es de esperarse durante aquellas parrandas carnestolendas nocturnas había muchas personas tomando alcohol para «alegrarse» (yo mismo lo hice durante muchas veces en mi juventud, aunque debo decir que nunca me emborraché, por el peligro que suponía), pero en esa oportunidad !pasé esos tres días y dos noches tomando leche! Aunque Usted no lo crea… ni mi esposa, cuando se lo conté. Lo hice por dos razones: primera, un cuarto de leche pasteurizada era mucho más económico que una lata de cerveza, y me alimentaba más (después del maratónico viaje de ida, decidí que la vuelta sería cómodamente sentado en autobús expreso, y para poder costear el pasaje necesitaba ahorrar al máximo). Segunda, como estaba solo, entre gente que no conocía y muy lejos de mi casa, decidí que lo mejor era evitar el alcohol. Just in case… Además, aunque por muchos años bebí socialmente – y moderadamente – para bien o para mal nunca he necesitado la bebida para disfrutar una fiesta a plenitud, sobre todo si hay baile del bueno, como en El Callao.
En mi opinión, el calipso, con su exótica esencia afro-caribeña, y con su ritmo cadencioso pero enérgico (a veces frenético), acentuado por los tambores bumbac, que provoca sugerentes movimientos de cadera (a veces lujuriosos), tiene la propiedad de llevar al bailador a un estado de elevación, de trance dancístico (al igual que la samba, por ejemplo), que puede prolongarse por mucho tiempo, especialmente al ser un género musical que puede bailarse mientras se camina.
De ahí que la comparsa sea el concepto que se utiliza tradicionalmente en los carnavales. Y los del El Callao tienen su sello particular. Especialmente en las noches, desde una calle que bordea la Plaza Mayor, van saliendo, una a una, las comparsas pertenecientes a las agrupaciones musicales más afamadas de El Callao y (frecuentemente también participan en el «desfile» bandas invitadas foráneas). Algunas de ellas, como The Same People, por ejemplo, han sido protagonistas de esos carnavales desde hace muchas décadas, por lo que se han convertido en verdaderos patrimonios culturales, no sólo de El Callao y la región guayanesa, sino del todo el país.
Durante su desplazamiento alrededor del pueblo, y hasta que se detienen en la esquina que les corresponde, las agrupaciones tocan en vivo. Pero, en lugar de ir montados en un un vehículo grande, los músicos van caminando, conectados a la planta eléctrica y los altoparlantes que a su vez son transportados en un muy peculiar e ingenioso «carrito», empujado por miembros de la comparsa especialmente designados para ello.
El grupo de disfraces y bailarinas desfila al frente del andamio rodante; los músicos (cantantes, cuatristas, bajistas, etc.) caminan bien sea adelante, atrás o a los lados del carro, y la batería de bumbacs y demás instrumentos de percusión va más atrás, generalmente confundida con la gente que se anima a acompañar a la comparsa bailando.
Comúnmente, los asistentes hacen todo el recorrido alrededor del pueblo con una comparsa, hasta su lugar de parada, y se regresan al punto de partida para acompañar a otra, y así sucesivamente. Cuando todas las agrupaciones están ya estacionadas en sus sitios determinados (ahora poniendo sus discos, para descansar) algunas personas se quedan todo el tiempo junto a la banda de su predilección, y otras hacen un periplo por todos los sectores, para disfrutar de la fiesta particular que se crea en torno a cada agrupación.
Así transcurrieron los 3 días y las 2 noches de aquel mi primer y único Carnaval de El Callao (espero que no sea el último). Por eso no es exagerado decir que uno puede bien pasar todo el día bailando (con los obligados recesos por su puesto). En mi caso, los maratones de baile con las agrupaciones de calipso comenzaban como a las 7 de la noche y terminaban como a las 4 de la mañana.
A tantos años de aquella emocionante experiencia, lógicamente no puedo recordar claramente todos los detalles, sin embargo hay imágenes que perdurarán en mi por siempre: la embriagadora música del calipso; mares de gente entregándose al placer del baile en la mágica fiesta del Carnaval, especialmente muchas mujeres hermosas que cautivaban con su contoneo seductor; madamas, diablos, mediopintos, sensuales comparseras, músicos, bumbacs, niños y adultos disfrazados, en fin, todo un pueblo, gozoso, unido en el amor y la pasión por su rica tradición carnestolenda, orgulloso de tan hermosa herencia cultural, y dichoso por compartirla con legiones de felices y agradecidos visitantes como yo.
Mil gracias pueblo de El Callao, por permitirme cristalizar aquel sueño de mi adolescencia; por el oro que es tu maravillosa gente, tus bonitas costumbres y tu fantástica fiesta de carnaval.
(Descripción del video a continuación: Primero que nada, mil disculpas por la bandera de mi hija que está volteada. Me di cuenta editando el video, y no quise borrarlo porque ella trabajó muy duro ensayando, y al final estaba muy cansada. Por cierto, quien conoce un poquito de música sabe que la parte de mi hija imitando la trompeta es difícil. Además, pido perdón a los folcloristas, porque lo que toco en el Cuatro es de todo menos calipso jajaja. Pero lo más importante es que con esta modesta canción de mi autoría quiero expresar todo mi cariño, admiración y agradecimiento a la hermosa gente de El Callao (Estado Bolívar, Venezuela), por ofrendarnos unos carnavales tan fabulosos, que pude disfrutar «en cuerpo y alma» con 19 años de edad. Sueño con ir de nuevo, pero no «en cola», sino en un cómodo carro familiar, jajaja) con mis dos adoradas japonesas: mi esposa y mi hija. ¡Gracias por siempre mi gente!)
En cola hasta el Callao
I
Todavía me acuerdo de aquellos carnavales
Yo era un chamo de 20 y no estaba en mis cabales
Quería ir a Margarita, Choroní o Todasana
O meterme una rumba en el Puerto con los Panas
II
Los panas me tenían tremenda invitación
Pero una idea loca por mi mente pasó
Las chamas me ofrecín tremendo vacilón
Pero vino el Callao a mi imaginación
«¿Negrito qué te pasa. Estás loco pana?, chao»
Se fueron a su playa, y yo en cola hasta el Callao
Mi papá, hay que decirlo, siempre se mantenía en buena forma física, y según me contaba él mismo, de joven le gustaba mucho ejercitarse y hacer deporte. El hecho de que llegó a ser un destacado paracaidista militar, y que yo lo vi jugar softbol y voleibol a sus cuarenta años, lo demuestra.
Lo que ocurre – también hay que decirlo – es que el deportista en cuestión a veces era algo «pantallero», como llamamos jocosamente en Venezuela a alguien que alardea de cualidades o habilidades que no necesariamente tiene tan desarrolladas.
Sin embargo, en mi papá, ese rasgo, más bien ocasional, que afloraba principalmente durante alguna actividad deportiva o física en general, resultaba sumamente divertido para los presentes.
Recuerdo que en esas situaciones – sobre todo compartiendo algún juego deportivo con nosotros sus hijos – cuando adoptaba poses de deportista profesional (era algo natural, no lo hacía premeditadamente para entretener), mi mamá le gritaba: «¡Ángel La Rosa, te pasas de pantallero!».
Pero lo que quiero contarles hoy es que ese «pantallerismo» de mi papá una vez casi le cuesta una lesión seria.
A petición mía, mis padres habían instalado en el jardín de la casa unas barras paralelas (suficientemente altas para usarse también como barras fijas), para que mi hermano menor y yo pudiéramos ejercitarnos frecuentemente. Un día que yo estaba haciendo mis ejercicios acostumbrados, mi papá se acercó, y para sorpresa mía, luego de hacer unos muy leves y brevísimos movimientos de calentamiento para los brazos, se paró frente a mí en el extremo opuesto de las barras, cual gimnasta que se dispone a empezar su rutina.
Sorprendido como estaba, rápidamente le pedí que detuviera su accionar, porque el acondicionamiento que hizo no era suficiente. Además le pregunté si él estaba seguro de poder hacer barras. No me hizo caso; me contestó que estaba bien, e intentó subirse…
¡Craso error! El aguajero de mi padre, no había completado el salto de impulso, cuando cayó al piso aparatosamente, emitiendo un grito por el fuerte dolor que sintió en uno de sus tríceps.
Tras cerciorarnos de que no era una lesión seria, lo despedí con una palmadita compasiva en la espalda. No le dije nada; no quise «hacer leña del árbol caído». El tremendo susto que le causó aquella temeridad, y la molestia que le quedó en el brazo fueron suficiente escarmiento.
Al quedarme solo nuevamente, no pude evitar reírme de mi padre, recordando toda la escena, y pensando que eso le había pasado por pantallero.
Papá, perdóname si el recuerdo de tu intento gimnástico fallido me hace gracia. Pero, uno, no hubo consecuencias serias que lamentar, dos, al final es otra anécdota simpática tuya.
«El Tobogán de la Selva». Imagen extraída de: destimap.com
Al «Coronel La Rosa»- mi padre – como a cualquier militar, la carrera de las armas le deparó experiencias muy diversas, incluidas algunas en verdad emocionantes. El sólo hecho de ser paracaidista, por ejemplo, le permitiría vivir grandes emociones en sus primeros años como oficial de la otrora honorable Guardia Nacional venezolana (actualmente es una organización criminal).
Pero hoy quiero referirme a una actividad que a él le resultó particularmente atractiva. Y a mí también…
Me disculpo de antemano por las imprecisiones temporales atribuidas a mi mala memoria.
Siendo mi papá capitán antiguo o mayor recién ascendido – no recuerdo – se desempeñó brevemente como uno de los oficiales de enlace, entre el entonces Ministerio de Obras Públicas (MOP) y las Fuerzas Armadas, para la supervisión de un proyecto habitacional en una población indígena del estado Amazonas.
El oficial La Rosa, un padre muy motivador y consentidor, logró que le permitieran llevar a su hijo a uno de sus viajes.
Aunque no puedo recordar los detalles de aquella «aventura» compartida con mi papá, sí recuerdo algunos momentos inolvidables para mí: El despegue de la aeronave militar desde el aeropuerto de La Carlota, en el Este de Caracas (muy posiblemente mi primer vuelo en avión); el deslumbrante paisaje selvático visto desde las alturas; mi primer encuentro con indígenas.
Imagen extraída de guiaviajesvirtual.com
De la interacción con mi papá durante todo el viaje sólo recuerdo una cosa: Mientras el grupo de trabajo inspeccionaba el desarrollo habitacional, me llamó la atención que las duchas de las viviendas estuvieran no en el interior sino en el exterior de las mismas. Mi papá me explicó que tuvieron que hacerlo así, ya que los indígenas, al estar acostumbrados a bañarse en los ríos, al aire libre, a la vista de todos en su tribu, nunca pudieron adaptarse a las duchas interiores.
Imagen extraída de: sites.google.com
Como explico en relatos y demás escritos anteriores, desde que yo era muy pequeño, mi papá, ocasionalmente, cuando las condiciones lo permitían, procuraba mostrarme directamente, in situ, algunas facetas de su trabajo como militar. Me viene a la memoria en este instante un recuerdo que había olvidado: Yo, muy pequeñito, correteando alegremente por los amplios pasillos de inmensas columnas de la antigua EFOFAC (Escuela de Formación de Oficiales de las Fuerzas Armadas de Cooperación).
Pero volviendo a la anécdota presente, los recuerdos de aquel alucinante paseo amazónico, si bien vagos en mi mente luego de tantos años, hoy reviven en mí esa reconfortante sensación de camaradería con mi padre y de admiración hacia él, que yo experimentaba cuando compartía conmigo su vida de soldado en su mundo militar.
Estoy establecido en Japón y soy padre de una niña japonesa quien acaba de culminar la secundaria básica.
En lo que respecta a su experiencia estudiantil, si bien en general estoy muy satisfecho con el sistema educativo japonés, siempre he criticado el tiempo que demandan las actividades extracurriculares, más específicamente los clubes deportivos y musicales.
En este su último año, por ejemplo, a pesar de que el acto de graduación fue el 18 de marzo, la banda musical del colegio – donde mi hija toca trompeta – mantuvo su actividad diaria hasta el sábado 26, fecha de su presentación final.
Por un lado, valoro enormemente que en los tres años de la secundaria básica, gracias a la banda, mi hija haya aprendido a tocar trompeta, y más importante aun, que lo haya disfrutado (así como toda la familia disfrutó sus conciertos). Pero, por otro lado, siento que esa actividad mantuvo a mi hija demasiado ocupada. Ensayaba 4 días a la semana, más algunos sábados cuando se acercaban las presentaciones.
Valga acotar, que ella nunca se quejó, y que por el contario asistía muy ganosa a los ensayos, incluidos algunos sabatinos. Aun así, como su padre considero que sería más saludable para ella y demás alumnos, que dispusieran de más tiempo libre para otras actividades de su gusto, como pasatiempos y actividades recreativas tanto con la familia como con amigos.
Pero, eso no es todo. Lo que me hizo escribir este artículo fue que el nuevo colegio donde mi hija estudiará su secundaria superior ¡le asignó tareas escolares en vacaciones! Después de pasar los últimos meses estudiando sin descanso para el exigente examen de admisión (un gran porcentaje de alumnos, como mi hija, recibieron clases extras en institutos privados especializados. Ella lo hizo sólo por 3 meses, algunos niños lo hacen durante todo el 3er. año), encima tienen que estudiar en vacaciones de paso de grado. ¡Ni siquiera los 10 días de vacaciones pueden descansar!
Yo puedo entender – a regañadientes – que los estudiantes japoneses (y de otros países) tengan tareas vacacionales durante el año escolar. Pero no puedo entender, por más que trato, la razón de las asignaciones académicas durante las vacaciones de fin/inicio de curso. Seguramente, habrá una explicación (que pediré el día del acto de entrada, mediante una carta explicativa de mi descontento), pero de antemano sé que no estaré de acuerdo.
Un amigo japonés cercano, a quien le manifesté mi malestar por las tareas vacacionales, me dijo que era «para que los estudiantes no se olviden de los estudios». Yo le repliqué: «¡precisamente para eso deberían ser las vacaciones de paso de grado, para que los estudiantes se olviden totalmente de los estudios!». Además, ¿cómo se van a olvidar de las materias, después de tantos meses estudiando como locos?
En definitiva, en eso de tener a los niños ocupados en actividades escolares varias – sobre todo, estudiando – a las autoridades educativas japonesas se les pasa la mano.
Yo tendría entre 6 y 8 años de edad. Recuerdo la escena vagamente: Mi mamá estaba llorando porque ese día mi papá me llevaría con él a un campamento militar – en las afueras de Caracas – y, ella, por más que trató, no pudo disuadirlo.
Lo siguiente que me viene a la mente es estar con mi papá y otros uniformados en el claro de un bosque; había una tienda de campaña y un Jeep. No logro recordar como llegamos a ese lugar, pero muy posiblemente fue en aquel vehículo rústico.
Hay otra imagen con una culebra: uno de los militares la atrapó, y si la memoria no me falla, ¡decidieron incluirla en el menú del almuerzo! Pasada por candela, por supuesto.
No tengo idea ni del objetivo ni de la magnitud de aquella actividad. No sé si se limitaba al número reducido de efectivos que había en aquella carpa, o sí éstos eran parte de un grupo mayor. Tampoco guardo en mi memoria sonido de disparos (creo que los recordaría), a diferencia de unas maniobras a las que también asistí con mi papá (ya más grande, mientras estudiaba en el Liceo Militar), y donde la mayoría de los ejercicios incluían armas de alto poder de fuego, como ametralladoras, por ejemplo. Incluso, presencié maniobras con el explosivo C-4.
No alcanzo a recordar mis emociones infantiles sobre aquella experiencia. Pero, apartando la mezcla de sorpresa con repulsión que sentí al ver a los soldados comiendo culebra asada, no tengo ningún mal recuerdo; es probable que me haya divertido. Por cierto, creo que en la casa familiar allá en Venezuela, hay una foto de aquel día.
Sin embargo, ahora como adulto y padre, concuerdo con mi mamá, desapruebo que mi papá me haya llevado con él a ese campamento militar. No porque piense que haya sido muy peligroso necesariamente (claro que en un bosque montañoso siempre hay sus peligros, como las culebras, por ejemplo), sino porque sencillamente no era una actividad para civiles, y mucho menos para niños de mi edad. Seguramente, eso era lo que preocupaba a mi mamá, y con razón.
¿Hubieran podido otros de los militares presentes llevar a sus hijos libremente? ¿Mi papá informó a sus superiores y les pidió autorización para llevarme? O, tal vez ese día él era el oficial más antiguo y simplemente consideró que no había problema. Cualquiera pensaría que siendo una zona militar el acceso sería más restringido. Pero también es cierto que carezco de información para saber de que se trataba. También es posible que, al igual que ocurre con algunos cuarteles y demás unidades militares que pueden visitarse (varias veces fui con mi mamá a ver a mi papá y a llevarle comida cuando estaba de guardia), tal vez aquel campamento podía ser visitado por familiares y civiles en general. No sé.
De todas formas, como digo al final de todas las anécdotas paternas, sé que lo que prevaleció en aquella extraña idea de mi papá fue que compartiéramos los dos, y en este caso en particular, que yo viviera una experiencia de su trabajo como soldado, que él suponía sería emocionante para mí. Siempre gracias papá. ¡Feliz «Cumpleaños»! en los mundos infinitos…
Yo nunca he sido un buen contador de chistes, por eso admiro a quienes tienen esa gracia.
Es posible que sea una condición familiar. Ni mis padres ni ninguno de nosotros, los tres hijos – dos varones y una hembra – nos distinguimos por esa forma de comicidad en particular. En cambio, tanto por la rama paterna como por la materna tengo parientes sumamente chistosos (algunos ya fallecidos), con el don de hacer reír a los demás.
Sin embargo, cuando yo era niño, mi papá de vez en cuando me echaba chistes (algo que no recuerdo haberlo visto haciendo con otras personas, adultas sobre todo), muy inocentes, huelga decirlo. Seguramente, con nosotros sus hijos se atrevía a mostrarse cómico; no le importaba hacer el ridículo. Algo como lo que hacía yo con mi hija cuando era chiquita, y hago actualmente con todos los niños pequeños.
Valga acotar que mi papá, sin ser contador de chistes, sí tenía un muy afilado sentido del humor (como buen oriental. No de Asia, sino de Venezuela), lo que le hacía tener salidas rápidas y divertidas. Por ejemplo, mi mamá me contó que un día al despertarse, se le acercó a mi papá – quién también se desperezaba a su lado – y tras preguntarle juguetonamente al oído, «¿Quién es el negrito más rico de este mundo?», él le respondió en fracciones de segundo, «Michael Jackson».
De aquellas sesiones cómicas paternas recuerdo algo en particular; algo que 50 años después todavía me divierte: mi papá se destornillaba de la risa con sus propios chistes, aunque me los repitiera, mínimo, 3 veces cada uno.
Lo chistes en sí mismos me hacían reír mucho, pero definitivamente lo que más me divertía eran las contagiosas carcajadas de mi papá.
Seguidamente, quisiera compartir con mis amables lectores tres de esos chistes paternos:
1)
Mi papá: «¿Tú sabes por qué al ‘Rey Pelé’ lo llaman así?» Yo: «No. ¿Por qué?». Mi papá (haciendo la demostración respectiva con mucho dramatismo escénico): «Porque siempre que iba a patear un penalti, fallaba la pelota y decía ¡ay, la pelé!».
2) Un tipo se le acerca a otro en plena calle y le pregunta, «Disculpe, Señor, podría decirme cuál es la acera de enfrente», a lo que éste responde, incómodo, «¿Usted se está burlando de mí? Por supuesto que es aquella» (señalando al lado opuesto de la calle). Entonces, el tipo le dice, «le juro que no es burla. Es que estoy confundido, porque acabo de preguntarle lo mismo a aquella Señora que está del otro lado, y me dijo que la acera de enfrente es esta».
3)
A un conductor se le espichó un caucho, pero siguió rodando unos 100 metros, hasta detenerse frente a un manicomio. Cuando se disponía a cambiar la llanta se dio cuenta de que ¡le faltaban las cuatro tuercas! y se quedó pensativo, sin saber qué hacer. Un paciente del manicomio que lo observaba desde una ventana, le pregunta, «¿Amigo, cuál es el problema?». El conductor le responde, «Por seguir rodando después del pinchazo, se le salieron todas las tuercas al caucho, y ahora no puedo cambiarlo». Entonces, el paciente, haciendo alarde de una gran inventiva, le sugiere, «¿Por qué no le quita una tuerca a los otros tres cauchos, y se las pone a ese? Así todos tendrían tres, y podría rodar sin problemas.» El hombre, impresionado por aquella genial solución, después de agradecerle muy efusivamente le pregunta al interno, «Amigo, dígame algo, ¿Cómo es posible que alguien tan inteligente como Usted esté en el manicomio? Y éste le responde sonreído, «Precisamente, yo estoy aquí por loco, no por bruto».
Querido papá, el recuerdo de tu rostro sonriente y tus carcajadas, durante aquellos shows cómicos para mí, todavía me hace reír – y llorar – de felicidad.
Por todos esos divertidos e invaluables momentos juntos siempre serás mi cómico favorito.
Hay conductas que, aunque en el pasado podían ser consideradas simplemente indebidas, actualmente son vistas como muy ofensivas, al punto de ser catalogadas como delitos.
Cuando yo tenía unos 25 años de edad, en la casa contigua a la nuestra, vivió una mujer – por poco tiempo – aparentemente soltera, en sus 30, que me resultaba atractiva.
Desde un par de ventanas laterales de mi casa se podía ver tanto el amplio ventanal de su sala de estar, en el primer piso, como una ventana lateral de su habitación, en el segundo piso. Por eso, algunas noches, yo me asomaba a hurtadillas para ver si por casualidad la vecina tenía alguna cortina abierta, y así poder espiarla.
Lo máximo que alcancé a ver – un par de veces – fue a la mujer entrando a su habitación para, inmediatamente, cerrar las cortinas. O ella era una persona muy precavida, o ya había notado que alguien la observaba desde el otro lado.
Pero, eso no es lo que te quiero contar hoy; es un preámbulo simplemente.
De todas formas, hija querida, aunque espiar disimuladamente desde el interior de tu propia casa no sea una falta grave, es indecente, incorrecto. Lo que sí constituye un delito es observar invadiendo la propiedad de la persona observada, o incluso, simplemente desde el perímetro. Eso ya es más condenable, porque se considera asecho, acoso.
Lamento mucho decirte, mi preciosa, que en mi juventud intenté hacer esto último un par de veces. Seguidamente, te cuento una de esas desafortunadas ocurrencias mías.
El relato es sobre la misma mujer anterior… Me da mucha pena contigo, hija. Como digo antes, no logré ver nada desde las ventanas, así que tuve una idea temeraria, por indebida y riesgosa. Decidí treparme hasta lo alto de un pino que estaba en la calle, delante de su casa, justo enfrente de la ventana principal de su habitación.
Ese día, esperé a que se hiciera de noche; me vestí de pie a cabeza con ropas oscuras; salí de mi casa; caminé hacia el pino tranquilamente, asegurándome de que no hubiera nadie alrededor; comencé a trepar, siempre vigilante del entorno. Debo haber subido unos 5 metros. La vista del cuarto de la mujer era perfecta. Recuerdo que mientras esperaba que ella apareciera sentí una mezcla de preocupación – por lo peligrosa e incorrecta de mi acción – y de exaltación por lo emocionante de la misma.
Tras una hora encaramado en la copa de aquel árbol, vi a la mujer entrar y salir varias veces, pero no logré ver lo que yo esperaba, así que decidí bajarme.
Estuve tentado a hacerlo nuevamente, otro día, pero después de pensarlo mejor, decidí que no era buena idea. De hecho, creo que fui afortunado al no ver nada esa vez, porque eso influyó en mi decisión de no repetir aquella mala acción.
Debes saber que ese mal comportamiento es muy común en todo el mudo (no por eso es aceptable, insisto), sobre todo entre los hombres jóvenes (aunque hace muchos años yo descubrí que una de las encargadas de una tienda de ropa me estaba viendo a través de un orificio en la pared del vestidor). Seguramente tiene que ver con la inquietud hormonal de la juventud, pero eso tampoco es una excusa válida. Quién lo hace es un mirón y punto.
Actualmente, más correcto, más prudente, – como es de esperarse – yo siempre pienso en lo terriblemente desagradable y embarazoso que hubiera sido para mí y mi familia si me hubieran descubierto fisgoneando. Sin embargo, es oportuno decirte también, mi corazón, que aunque los castigos sociales – y familiares – existen precisamente para disuadir a los potenciales infractores de cometer faltas, y como escarmiento para quienes las cometan, uno debería tratar de portarse bien siempre, no por temor a ser castigado, sino porque es lo correcto y lo mejor para todos.
Hola, mis muy apreciados soleros de Japón, Venezuela y el mundo entero.
Aquí les dejo el vídeo de una canción que compuse recientemente para mi amada hija, «Oye, señorita», como regalo de sus 15 años.
Por aquello de que, «cuando se tiene un hijo, se es padre de todos los niños del mundo», quisiera regalarle esta modesta composición mía a todas las «quinceañeras» del planeta tierra (y a sus papás también, para que se las canten, claro).