Esta anécdota tiene 2 propósitos: Uno, homenajear a mi amado difunto papá en el Día del Padre, dos, relatar un hecho que, en mi opinión, confirmaría la existencia de «algo» superior que nos protege, de «ángeles guardianes».
Una vez, mi papá me acompañó a comprar unos instrumentos musicales en la ciudad de Barquisimeto, capital del centro-occidental estado Lara, en Venezuela.
Al regreso de aquella breve pero muy productiva estadía de 2 días, debimos transitar de noche por un tramo carretero en extremo peligroso (con un elevado índice de accidentes viales, muchos de ellos trágicos). En ese momento nos encontrábamos a mitad de camino – unas 3 horas – de nuestra casa ubicada cerca de Caracas. En esa zona, la carretera de doble vía – un canal de ida y otro de venida – era sumamente angosta, y no tenía muro separador. De noche su peligrosidad aumentaba considerablemente, porque era cuando podían transitar los vehículos anchi-largos de carga pesada, como camiones y gandolas.
Mi papá y yo sabíamos que era un pasaje de cuidado, pero decidimos proseguir – extremando las precauciones – porque estábamos relativamente cerca de nuestro destino; queríamos dormir en la casa. Además, era mi turno al volante, y al momento de relevar a mi papá le manifesté que me encontraba en “perfectas condiciones para manejar”. Pero aquella parte del recorrido (Aprox. 1 hora) resultó bastante más difícil de lo que yo esperaba. Calcular, en lo oscuro, los espacios y los tiempos para adelantar – por el canal de venida – a los camiones muy lentos era una maniobra sumamente riesgosa, sobre todo por el incesante flujo de “anchi-largos” en sentido contrario, con sus potentes luces que encandilaban. Varias veces, también, tuve que detenerme completamente, a la orilla de la vía, por temor a chocar de frente con algún camión. Pero esa acción no era nada segura, porque igualmente corría el riesgo de ser impactado por los vehículos que venían detrás de mí.
A todas estas, mi papá estaba durmiendo, sin enterarse de nada. Pero, yo no quería despertarlo. De vez en cuando, el estrépito de alguna gandola gigante interrumpía su sueño; él abría los ojos por 2 segundos para preguntar “¿todo bien?”, y tras mi respuesta de “sí, todo bien”, seguía durmiendo plácidamente.
En un momento comencé a sentirme muy estresado y temeroso. Pero, por cuestión de hombría – estupidez, más bien – no quise decirle nada a mi papá. Además, estaba determinado a completar aquel tramo infernal, para llegar a la casa lo antes posible,y descansar debidamente en mi anhelada cama. Pero había otra razón para no despertarlo: A decir verdad, él no manejaba muy bien que se diga. De hecho, entre familiares y amigos tenía una bien ganada reputación de conductor distraído (aunque absolutamente respetuoso de las leyes de tránsito), de ahí que la opción de que él me relevara en condiciones tan duras, para mí no existía. Pero, conociéndolo, sabía que él se empeñaría tercamente en manejar, y yo me opondría con igual terquedad. Valga acotar, que yo tampoco me he distinguido nunca por mi pericia al volante. Y de no ser por los 10 años que tengo sin conducir (el tiempo que llevo en Asia) hace tiempo hubiera roto el récord de accidentes de tránsito mi papá. Pero, al menos, yo era mucho más joven que él, y en teoría mi vista, mis reflejos y mi resistencia eran mejores.
En medio de aquella preocupante situación, yo no paraba de rezar por nuestra seguridad y por la estación de servicio más cercana. Afortunadamente, por fin apareció una. ¡Que alivio! Yo necesitaba aquel descanso urgentemente. Aprovechamos esa parada para estirar el cuerpo, refrescarnos, y poner algo ligero en el estómago, tras lo cual mi papá, creyendo aun que todo estaba perfectamente bajo control, aceptó sin objeciones mi indicación de reanudar la marcha, y de que yo siguiera manejando.
Pero, ocurrió algo inesperado… el carro no prendía. Es verdad que era un modelo más bien viejo, y que presentaba fallas diversas con cierta frecuencia, pero en todo el viaje, desde que salimos de la casa hasta ese momento, no había dado ni el más mínimo problema; se portó de maravilla. Primero, mi papa y yo intentamos encontrar el desperfecto por nuestra cuenta, pero, nuestros conocimientos de mecánica automotriz eran bastante elementales – por no decir nulos – y no tuvimos éxito. Pero felizmente estábamos en una estación de servicio, y con toda seguridad alguien nos auxiliaría. Eso pensamos nosotros. Mas no fue así. Es decir, muchas personas trataron amable y arduamente de arreglar el carro (desde mecánicos de profesión empleados de la gasolinera, hasta algunos camioneros que estaban descansando), pero nadie logró dar con la solución. Todos estaban sorprendidos. Algunos, incluso, se lo tomaron como una cuestión de honor, ya que tenían vasta experiencia resolviendo a diario problemas mucho más graves. Pero todo fue inútil. Lo que lucía como un problema sencillo se convirtió en un verdadero misterio.
Poco a poco todos se fueron retirando – algunos visiblemente frustrados y apenados – prometiendo que en la mañana, más descansados, encontrarían la solución. En esa situación, lo único que podíamos hacer mi papá y yo era tener calma y paciencia, y esperar hasta el día siguiente, por lo que llamamos a la casa para informar sobre lo sucedido. Además, eran como las 2 de la madrugada; apenas faltaban 3 horas para que amaneciera, así que nos pusimos a descansar dentro del carro, resignados, aunque más tranquilos.
Por cierto, recuerdo que, a pesar de mi determinación por dormir en mi cama aquella noche, me alegré mucho – secretamente – por tan inesperado como oportuno desenlace. Yo calculaba que aun faltaban unos 30 minutos de aquella terrorífica carretera, y la posibilidad de transitarla de día de pronto me pareció una bendición.
Después de aquel corto pero reponedor descanso, nos levantamos al cantar el gallo, con ánimos renovados, para buscar la forma de resolver el problema. Mientras esperábamos que se hicieran las 6 (hora de inicio del servicio de reparaciones), nos aseamos y desayunamos con calma. Recuerdo que puse la llave en el encendedor (sólo por si acaso) y traté de prender el carro. Y ocurrió lo impensable… ¡prendió de a toque! como sacado de agencia.
Imaginen, amigos lectores, nuestra perplejidad, y la de quienes trataron de ayudarnos la noche anterior. Pero, principalmente, saquen sus propias conclusiones sobre tan curioso incidente. Es como para ponerse a pensar, ¿no?
No hace falta decir lo alegres que nos pusimos mi papá y yo al oír el glorioso sonido del motor arrancando al primer intento.
Durante el tiempo que tardamos en llegar a la casa, le conté a él la verdad de aquella peligrosa experiencia. Tras mostrarme su preocupación paternal y recriminarme por no haberlo puesto al tanto de lo que ocurría, ambos coincidimos en que aquello tenía que ser una señal, un milagro.
Todas las anécdotas de mi papá tienen un inmenso valor en mi vida; me mantienen cerca de él todos los días. Pero esta en particular es muy especial, porque siento que, a través de ese inexplicable acontecimiento, los dos nos mantendremos aun más unidos espiritualmente, por toda la eternidad.
Dame la bendición, amado papá.
Para ti, y todos los padres del mundo,
¡FELIZ DÍA DEL PADRE!
Ángel Rafael La Rosa Milano
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